Entre el turismo y la trascendencia
Son muchos los cineastas que han querido acercase a la senda marcada por el cine de Yasujiro Ozu, de Paul Schrader (Mishima), uno de sus principales valedores como estilista trascendental, a Wim Wenders, que buscó sus huellas en el Japón electrónico de los ochenta (Tokyo-ga), pero también dentro del propio cine asiático, como lo demuestran cineastas nipones Nobuhiro Suwa (Mother) y Jun Ichikawa (Tony Takitani) o el maestro taiwanés Hou Hsiao Hsien. Le toca ahora el turno de la relectura de Ozu a la alemana Doris Dörrie, quien cosechó un gran éxito comercial con Hombres, hombres (1987), y de quien no sospechábamos, a tenor de lo visto (¿Estoy guapa?, Sabiduría garantizada) ninguna afinidad con el cine del director de Cuentos de Tokio, La hierba errante o El sabor del sake.
Cerezos en flor se quiere remake libre del primero de estos títulos, en su (demasiado evidente) confrontación entre padres e hijos como dialéctica que se expande y desdobla en otros pares conceptuales: tradición/modernidad, trabajo/espiritualidad, mundo de los vivos/mundo de los muertos.
Esforzada en su intento de aprehensión del mito del misterio nipón a la luz de la mirada occidental, Dörrie parece haberse quedado tan sólo con lo más anecdótico y superficial del estilo Ozu, a saber, los trenes que pasan, los planos-almohada que suspenden el tiempo, una cierta geometría de los espacios (el hogar, la habitación, etc.). Su película se quiere lírica y trascendental y para ello invoca a la muerte, el duelo, la redención y la transferencia como figuras dolientes de las que extraer conclusiones útiles para la vida. Porque Cerezos en flor es al fin y al cabo uno de esos amables films de autoayuda con postal de fondo, una visita turística a un Japón demasiado reconocible (de la danza butoh en parques de cerezos en flor a las faldas del Monte Fuji nevado) para reconciliar al hombre moderno con esa dimensión espiritual que parece perdida entre rígidos horarios de trabajo, arquitecturas impersonales y luces de neón. Todo este discurso, su gesto de homenaje, sus buenas intenciones, resultan demasiado obvios en una cinta dubitativa también a la hora de asumir una coherencia formal (y es ahí donde otros como Hsiao Hsien sí acertaron) que respire verdaderamente el aire y el tono, fluido, sencillo, sincero, esencialmente humanista, del original de Ozu al que se convoca.
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