NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Los profesores recuperan el control de las aulas
El pasado 2 de marzo murió Wayne Shorter (Newark, 1933-Los Ángeles, 2023). No creo que pueda hablarse del saxo tenor ni del soprano, ni referirnos a la centelleante escena jazzística de los 60 sin invocar, junto a otras presencias gigantescas, la de Shorter, quien muy a conciencia escribiera en la funda de su instrumento, allá por sus años de estudiante y de primeras jam sessions neoyorquinas: Mr. Weird, es decir, Don Raro. La inscripción tiene algo de premonitorio, como si el joven músico vislumbrara ya su misión al frente de la vanguardia, o mejor dicho: desde primera hora y con madurez el joven dibuja su firme propósito, con deliberación idéntica -aunque sea distinto el tono- a la de aquel Woody Guthrie que garabateó en su guitarra de palo: This machine kills fascists.
Shorter transitó seis décadas musicales, atravesando etapas y estilos (hard-bop, jazz-rock, fusión) al tiempo que su música se centraba en una indagación personalísima, la decantación de un sonido único (la cual, meritoria por sí misma, roza la heroicidad si pensamos que el músico explora sendas abiertas ni más ni menos que por Dexter Gordon, Sonny Rollins o Coltrane). Destacar, en el caso de un músico de jazz, su sonido propio parece una perogrullada, pero casos como el suyo merecen el subrayado: se diría que era de esos músicos de los que basta con escuchar sus primeros pasos al acceder al escenario para identificarlos. Los suyos era pasos sigilosos, como si cada nota, cada gesto en la vida contara.
Para algunos de nosotros la etapa de máximo esplendor de Shorter se corresponde con los años sesenta, desde su colaboración con los Jazz Messengers a su prolija discografía como líder en Blue Note (y sus colaboraciones, entre otros, con los compadres Lee Morgan o Freddie Hubbard) o su fulgurante paso por el quinteto de Miles Davis. Les invito a teclear sus nombres en Youtube y ya los verán en directo: no sólo es la música portentosa, sino que en su actitud -desde el brillo de los zapatos a la adusta manera de arrimarse al micrófono- van muy por delante de nuestros, por otra parte, tan admirados ídolos del pop-rock de los sesenta.
Valga por toda recomendación discográfica la anécdota. La última vez que vimos a Shorter fue con su cuarteto en 2010. Lo acompañaba el querido Ivan Pivotti, que me presentó al músico permitiéndome así abordarlo para que me firmara mi vinilo de Night Dreamer. Pero yo envidio secretamente el autógrafo de Pivotti, sobre todo por lo sucedido: aquella misma noche en aquel mismo camerino pidió al amabilísimo Mr. Weird que le firmara una copia de Speak No Evil. La particularidad del disco, más allá de su calidad musical, es que aparece retratado el saxofonista tras la que fuera su primera esposa, Teruka Nagakami, escena rubricada con la marca de un beso... Pues bien, el road manager Pivotti y este necrólogo ocasional todavía recuerdan la expresión de su última mujer, allí presente, como diciendo: "¿No tenías otro disco, hijo?". Todos sonreían.
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