La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Las gildas conquistan Sevilla
DOCE de octubre de 1987. No puedo olvidar esa fecha. Como cada día del Pilar, mi suegra Pilar reunía a los suyos y los invitaba a comer en algún restaurante de la ciudad. Fue la primera vez que me acogió en ese círculo familiar. Esa tarde, Anatoly Karpov y Gari Kasparov iniciaron en Sevilla la disputa del Mundial de ajedrez en una primera fase que se prolongaría después en Londres. Las partidas se jugaban en el escenario del teatro Lope de Vega -los rusos dejaron la ciudad sin teatros cinco años antes de la Expo- y los grandes maestros las analizaban en monitores instalados en el Casino de la Exposición. El Sevilla había fichado al guardameta Rinat Dassaev y Gorbachov estaba preparando la perestroika.
Ahora Karpov y Kasparov han vuelto a verse las caras en Valencia para conmemorar los 25 años de su primer enfrentamiento en Moscú. Cuando vinieron a Sevilla, con la mediación de Florencio Campomanes, el filipino que presidía la Federación Internacional de Ajedrez, en sus miradas, en sus paseos de fieras encerradas había un guerracivilismo larvado de dos rusias jugándose el destino en un tablero de ajedrez. Como si los zares y los bolcheviques hubieran vuelto de los libros de historia y de los campos de batalla.
Cubriendo aquellas partidas en ese Bolshoi de circunstancias me documenté lo que pude. Conservo la Enciclopedia del ajedrez del maestro británico Harry Golombek. Viene Karpov fotografiado con Spassky en un torneo que disputaron en Leningrado. Kasparov era demasiado joven para salir en ese libro. En una hipotética reedición habría aparecido entre las palabras Kasparian, ingeniero civil y maestro internacional soviético de ajedrez, y Katetov, doctor en matemáticas y gran jugador checo. Porque el ajedrez, pese a su reputación de deporte intelectual, es de ciencias.
Me hice amigo de Sergei Macharikov, intérprete de Kasparov, un ruso al que le aburría el ajedrez y que había trabajado como asesor militar en Perú. Un tipo de película de James Bond al que acudí para que me tradujera a los maestros rusos que aparecieron por el Casino. A cambio sólo me pidió un favor que no dudé en satisfacerle: quería conocer en persona a Ilona Staller, la popular Cicciolina, que venía a actuar en una discoteca del Aljarafe y tuvo un encuentro con la prensa. El intérprete de Kasparov se fotografió con ella y le pidió un autógrafo. Ahora Cicciolina, la pornodiputada, vuelve a la ciudad donde se lanzaban miradas de gato esos ajedrecistas rusos para participar en un festival de cine erótico. A veces la historia se repite. Franco Carbone bautizó Cicciolina a la pizza más picante del restaurante Trastévere que yo frecuentaba cuando Pilar me acogió en su seno.
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