NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Los profesores recuperan el control de las aulas
NO, no fueron tan Inocentes los del pasado 28 de diciembre de 2015. Requerido para una intervención que aligeraría en unos centímetros o en unos gramos mi cuerpo, abandoné ese otro templo, el de la salud, renovado en mi corazón, en mis ojos y en mi inteligencia. La catarsis que en materia cofrade venía gestándose hacía tiempo en mi habitual espíritu crítico, pareció recrudecerse con el síntoma. Sí, sin duda hubo para mí un antes y un después tras ese Quinario especialísimo del pasado comienzo de año.
Desde hace ya unos años, a su conclusión, intento narrar mis vivencias e impresiones de la Semana Santa en general y de mi estación de penitencia tras el Señor en particular. Lo hago a solicitud de un profesional de un medio a quien le cabe el honroso halago de ser uno de los pocos que dice las cosas claras, altas y a la cara (como asimismo otro, queridísimo, que se nos fue recientemente). No estaría de más, pues, comenzar denunciando la voracidad de los circuitos de gacetilleros y hasta de responsables, incapaces de imponer la neutralidad y el sentido común ante el peaje contraído frente a zafios carismáticos o interesados espónsores. Son los idólatras de lo efímero, esos que de enero a diciembre de todos los años no ven ni oyen más allá de una nueva marcha, del rematado de un bordado, del nuevo andar de unas parihuelas, o de las virtudes y excelencias que adornan a cualquier cualquiera. Ni una sola vez se alude a Dios, ni un solo texto invitando a la reflexión, ni una breve plegaria por el mundo, ni una palabra de gratitud por Su Pasión y de regocijo por Su Resurrección. Son los nuevos sacerdotes de Baal, o hasta tal vez algo peor.
Porque ese retorno a la más pesimista visión de Huxley, se me antoja el trasunto perfecto de la actual sociedad a todas esas gentes de quien los evangelios advierten que con sus labios y actos honran al Señor pero que sus corazones están muy lejos de Él. Y me pregunto, no sé si cándidamente, ¿es que nadie se aflige ante el cuarto de millón de seres que son asesinados cada año en nuestro país? ¿Es que nadie se rebela por los miles de ancianos, enfermos e indigentes a quienes se les niega asistencia simplemente por resultar muy gravosos para la sanidad pública o hasta para su propia familia? ¿Tan natural parece bendecir con leyes lo que por la naturaleza está condenado? ¿Hasta cuándo habremos de tolerar la persecución constante de tus seguidores, Señor, o esas obsesivas represiones que menosprecian el más hermoso canto jamás escrito, el Padre Nuestro? ¿Tan oneroso resulta combatir por la paz y la concordia en lugar de hostigarla y cuestionarla? ¿Es que nadie, en fin, se percata de que no es Dios quien nos ha abandonado -nos prometió que estaría con nosotros hasta el fin de los tiempos-, sino nosotros los que nos hemos consagrado a otros dioses? Tan grave debió ser la inocentada que recibí aquel 28 de diciembre, tan hondo su estigma, que este año, Señor, no tengo respuestas para nada.
Pues aun habiendo sido tantas las estaciones a tu lado o tras de ti, tantas las enseñanzas recibidas, las emociones contenidas, las fuerzas renovadas, como para que omnia maneant, sin embargo, ¡tanto ha cambiado todo! Este año hube de quebrar la cincuentenaria costumbre de irte a buscar a tu casa -maldita inocentada-, y optar por encontrarte allí donde todo Tú te has transfigurado en un trozo de pan, allí donde apenas nadie te visita porque allí no hay cornetas, ni inciensos, ni innovación alguna porque todo se consumó para que todo pudiera comenzar. Por eso, si nihil est quod videtur permítanme congratularme de que ni mi conciencia ni mi religión sean las oficiales, sino la más personal e íntima que surge de una realidad angustiada ante la Esperanza y un deseo incontenible por vencer la fragilidad de la Fe.
Y de pronto lo vi, a mis espaldas, como si me llamara. Venía con vestimentas más ricas pero con esa expresión serena y compasiva, poderosa y dócil, que más allá de la imagen objeto de idolatría es el testimonio fiel de un Cristo vivo al que hoy muchos conceden únicamente el título del más ilustre protagonista de una ilusión milenaria. Habría podido hacer el esfuerzo de reconocerlo en los cientos de nazarenos que lo seguían o lo precedían, esa noche no había visto antes rostros, ni nombres, todos eran anónimos sin duda para su fortuna. Y es que tan corrosiva ha sido la huella zapaterista o kichista que invade buena parte de las parcelas sociales, culturales o seudorreligiosas, es decir, cofrades, que bien se entiende la admonición del maestro de Tarso de desconfiar de los que provocan divisiones en contra de la doctrina aprendida y huyamos de ellos, pues no sirven al Señor sino a su interés, y con discursos suaves y engañosos seducen los corazones de los incautos.
Salí del Templo Metropolitano auténticamente reconfortado y dispuesto a no mirar más hacia detrás; nada apenas había valido la pena. Por el contrario, con no menor contrición aprecié, casi diría que descubrí, todo lo que tengo. ¡Y es tantísimo! Así, con mi cuerpo mutilado pero redoblado con creces en mi ánimo, recordé el mensaje de ese nuevo apóstol que es Su Santidad Francisco: "Ser feliz no es tener un cielo sin tempestades, un camino sin accidentes, un trabajo sin cansancio, relación sin decepciones. Ser feliz es encontrar fuerza en el perdón, esperanza en las batallas, seguridad en el palco del miedo, amor en los desencuentros". Aquella noche que pudo haber sido amarga, de una inesperada desesperanza, resultó ser la noche del más decisivo encuentro. Por eso, por todo, hoy y siempre, Señor, fiat voluntas tua.
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