La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Las gildas conquistan Sevilla
Para uno, corrigiendo a John Lennon, la vida no es eso que pasa mientras andas ocupado haciendo otros planes. Para mí la vida es eso que pasa mientras te fijas años y años en el paisaje comparado de tu ciudad. Hablo de edificios callados o sordomudos, que permanecen largo tiempo abandonados y sin uso. Uno encanece a su lado al observarlos como lo que son: tu propio espacio deshabitado. Sí, ya sé que suena un poco a Byung-Chul Han en versión cutre. Pero es verdad que hay edificios y entornos olvidados y mortecinos que nos hacen ver que el tiempo se ha olvidado del tiempo.
Por eso la vida para mí es eso que pasa, por ejemplo, mientras la Fábrica de Vidrio La Trinidad ha estado siempre como inerte o aplazada, a la espera de que por fin reabra como espacio sociocultural. Igual que el Mercado de la Puerta de la Carne de Gómez Millán, tantísimos años cerrado y que ahora tendrá su destino como centro de interpretación de la industria local. Igual, también, que la vieja y otrora franquista Jefatura de la Policía en la Gavidia, y junto a la que he pasado tantas veces junto a las vallas que aislaban el tanatórico inmueble por la calle San Juan de Ávila. La obra de Ramón Montserrat se convertirá en otro hotel más en la Sevilla del gran mercado de tratantes de ganado: el turismo.
En mi infancia (y disculpen el siniestro viaje al ayer), la vida ya era eso que iba pasando mientras de 1978 a 1983 las obras fallidas del metro de Sevilla tenían cercada la fuente de la Puerta Jerez entre calicatas y muretes divisorios. Igual que durante años para mí la vida era eso que también pasaba sin que nadie borrara en años aquel “Martín Villa dimisión”, escrito con spray en la fachada de acceso a las Adoratrices, en la hoy destrozada avenida de la Palmera, y que pedía la dimisión de aquel ministro del Interior de la UCD y que luego sería presidente de Endesa y Sogecable cual festín entre señoros de la caverna.
Me da por pensar que bajo el mazo del calor del verano las naturalezas muertas de la ciudad resaltan aún más su vacío y su nada. Me fijo si no en esa ría desecada que tanto veo en mis andadas tempraneras y que antaño cruzaba parte de la Expo como un canal de la portuguesa Aveiro. Los años pasan y nos desecan también, aunque suene otra vez un poco a Byung-Chul Han. El calor –y no sólo la lluvia– es otro estado de ánimo.
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