La tribuna
Cincuenta años después
Se dice que la salud de las mujeres es diferente a la de los hombres, pero también es desigual. Para entender esta afirmación hay que comprender algunos conceptos claves que se utilizan en los estudios sobre género y salud. Uno de ellos es el sexo, que se refiere a las características biológicas, como los cromosomas sexuales, las hormonas, los órganos reproductores o los genitales. El sexo es un término útil para designar diferencias físicas, anatómicas y fisiológicas entre machos y hembras, también de la especie humana.
El segundo concepto clave es el de género, que la OMS define como “una construcción social que se refiere a las normas, roles, comportamientos, atributos y relaciones construidos socialmente que una sociedad determinada considera apropiados para las mujeres y los hombres”. A lo largo de la historia, las sociedades se han construido a partir de las diferencias biológicas entre los sexos, convirtiendo esa diferencia en desigualdad social y política. La desigualdad de género surge cuando la sociedad transforma las diferencias sexuales (biológicas) en discriminaciones (culturales).
Para analizar la salud de las poblaciones y de los individuos, es necesario tener en cuenta tanto los factores biológicos (ligados al sexo) como los socioculturales (relacionados con el género), que interactúan entre sí. Es ya muy abundante la evidencia científica que señala al sexo y al género como importantes determinantes de la salud, es decir, como las circunstancias personales, sociales, políticas y ambientales que determinan el estado de salud.
Podemos afirmar que la salud de las mujeres y de los hombres es diferente, porque hay factores biológicos que se manifiestan de forma distinta en la salud y en los riesgos de enfermedad, y que van más allá de las diferencias en los sistemas reproductores. Se sabe, por ejemplo, que las mujeres que fuman tienen más riesgo de desarrollar cáncer de pulmón que los hombres que fuman la misma cantidad de cigarrillos, o que, por cuestiones anatómicas, ellas tienen mayor riesgo de contraer infecciones de transmisión sexual ante una relación sin protección.
La salud de mujeres y hombres también es desigual porque hay factores relacionados con el género que influyen de una manera injusta en su salud. Por ejemplo, sabemos que las mujeres tienen menor probabilidad de recibir pruebas diagnósticas o tratamientos con tecnología avanzada para patologías cardíacas. Este hecho fue denunciado por primera vez en 1991 por la cardióloga Bernadine Healy -primera mujer directora de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos- que lo bautizó como síndrome de Yentl (en alusión a la famosa película protagonizada por Barbara Streisand); ella afirmaba que “parecer igual que un hombre ha sido históricamente un precio que las mujeres han tenido que pagar por la igualdad”.
Las relaciones entre género y salud están avaladas por numerosos estudios en el campo de la salud pública y la epidemiología, así como en el ámbito de la medicina y las ciencias sociales. Los procesos de salud-enfermedad y su atención están atravesados por las normas, valores, creencias, estereotipos y roles de género que impregnan a toda la sociedad. Las desigualdades de género se evidencian al analizar los distintos indicadores de salud de las poblaciones, así como los referidos a la atención sanitaria. Un ejemplo de ello es la llamada “paradoja de la mortalidad”. En casi todas las sociedades, las mujeres viven más años que los hombres cuando tienen condiciones socioeconómicas similares. Según el INE, en 2021 los hombres en España tenían una esperanza de vida al nacer de 80,2 años, mientras que las mujeres alcanzaron los 85,8 años (en ambos casos cifras inferiores a las de 2019, debido a la pandemia por COVID). Sin embargo, a pesar de su menor mortalidad, las mujeres padecen más enfermedad y malestar que los hombres. Según la misma fuente, en nuestro país 8 de cada 10 hombres y 7 de cada 10 mujeres mayores de 15 años valoran su estado de salud como bueno o muy bueno, y conforme avanza la edad se acentúa esta diferencia en perjuicio de las mujeres. La paradoja radica en que la ventaja en supervivencia no equivale a una mejor salud. Por el contrario, las mujeres padecen con mayor frecuencia enfermedades agudas y trastornos crónicos no mortales, y sufren niveles más altos de dolor y discapacidad. En contraste, los hombres padecen más enfermedades potencialmente mortales que causan más muertes prematuras. En definitiva, como alguna autora ha afirmado, “los hombres mueren de sus enfermedades, mientras que las mujeres tienen que vivir con las suyas”.
Y es que el género se vincula con diferentes determinantes sociales que afectan a la salud. Factores como la clase social o el nivel económico influyen en la salud de manera desigual en mujeres y en hombres. Las mujeres presentan un mayor riesgo de sufrir pobreza y peor salud a lo largo de sus vidas debido, entre otras razones, a las brechas de género en ingresos, salarios, precariedad laboral o pensiones y a la dependencia económica derivada de los roles sexuales adquiridos, principalmente la responsabilidad del cuidado familiar. Las mujeres tienen un acceso más reducido a las condiciones de vida materiales y sociales que favorecen la salud, están sometidas a un mayor estrés por sus roles de género sociales y familiares, y tienen comportamientos de riesgo diferentes que influyen en su salud.
En definitiva, en cuestión de salud, el sexo nos diferencia y el género nos discrimina. Los estudios sobre género y salud señalan también que hombres y mujeres acceden de forma desigual a los recursos y servicios sanitarios y que existen sesgos de género en este ámbito. Pero este es un tema del que hablaremos en otro momento.
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