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EMILIO A. DÍAZ BERENGUER

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Tolerancia y contención institucional

Tolerancia y contención institucional Tolerancia y contención institucional

Tolerancia y contención institucional / rosell

El fair play político debería cotizar siempre al alza como uno de los principales indicadores para evaluar el grado de madurez de la democracia en un país, capaz de generar círculos virtuosos en vez de agresividades y violencias poco edificantes que acaban provocando que los ciudadanos cuestionen a la política y a sus actores por encima, incluso, del propio rechazo a la corrupción revelada, tal como recogen las últimas encuestas del CIS en el caso de España.

La Carta Magna es necesaria, pero no suficiente, para garantizar la supervivencia de la democracia en un país, sea cual sea su contenido, el tiempo que lleve en vigor o el nivel de conocimientos y experiencias de sus redactores. Hay que integrar algunos valores que consolidan las democracias tales como la tolerancia entre los adversarios o contrincantes, que nunca enemigos, y la contención institucional, esto es, la aceptación implícita de unos límites a no sobrepasar si como consecuencia de ello se perjudicara la institucionalidad.

Los políticos y sus organizaciones deberían ejercer siempre la tolerancia mutua y estar dispuestos, llegado el caso, a llevar a cabo todo tipo de acuerdos frente a terceros que pusieran en cuestión el sistema democrático. Las alianzas fatídicas con los enemigos de la democracia, tal como las califican Levitsky y Ziblatt, a menudo redactan la crónica de su muerte anunciada. La historia así lo ha venido demostrando desde hace casi cien años, tanto en el período entreguerras mundiales en Europa, como posteriormente en Latinoamérica, así como en las últimas décadas de nuevo en Europa y, tras el resultado de las elecciones presidenciales de 2016, también en Estados Unidos.

El proceso de consolidación y liderazgo del fascismo no es necesariamente violento, utiliza el abrazo del oso a líderes y partidos políticos que les sirven de compañeros de viaje, que cometen el error de considerarlos como unos adversarios más en vez de hacerlo como enemigos de la democracia. Una vez instalados en el poder, no suele ser fácil sacarlos del mismo, difícilmente aceptan de buen grado el juego de la alternancia y suelen desplegar todo tipo de armas y subterfugios para subvertir el sistema. Gran parte de los autócratas nacen demagogos y mueren tiranos.

La ciudadanía en su conjunto no es totalitaria, pero una coyuntura propicia y unos líderes inadecuados pueden hacer saltar el fiel de la balanza en cualquier momento de la historia. Deberían arbitrarse mecanismos efectivos para evitar, cuestionar y sancionar, llegado el caso, a organizaciones e instituciones que llevaran a cabo acuerdos de cualquier tipo con fuerzas políticas antisistema e, incluso, a las que no pusieran en marcha medidas que impidieran el acceso a los poderes públicos de las organizaciones sospechosas de cultivar la antidemocracia.

Sostenía Umberto Eco que el fascismo promueve un régimen dictatorial basado en la retórica, pero que carece de una filosofía propia, aunque bien ensamblado desde el punto de vista emotivo, a la vez que sostenía que es posible elaborar un listado de arquetipos de lo que podría denominarse el "fascismo eterno", pero que bastaría con que la sintomatología de uno de ellos se hiciera presente para que se pudiera condensar una nebulosa fascista. Levitsky y Ziblatt dan un paso más allá y, a partir de trabajos previos llevados a cabo por el eminente sociólogo Juan Linz, proponen aplicar algunos criterios para evaluar el grado de autocracia de una organización política y de sus líderes: la aceptación de las reglas democráticas del juego, la negación de la legitimidad de algunos de sus adversarios políticos, la tolerancia frente a la violencia y la predisposición a restringir las libertades civiles de la oposición y las de los medios de comunicación.

Como en la actualidad estamos inmersos en una guerra cibernética emprendida por un país cuyo máximo dirigente practica la política de la eternidad y en la lucha por el control mundial del tecnopoder entre un imperio decadente y otro emergente apalancado por una dictadura entroncada en lo más profundo de la idiosincrasia de su pueblo, las sociedades occidentales, en especial la europea, son hoy política y socioeconómicamente mucho más vulnerables que hace pocas décadas.

A los españoles, la Constitución de 1978 por sí misma no nos inmuniza contra la quiebra democrática. Los constitucionalistas se enredarían en una maraña de argumentos a favor y en contra de esta afirmación, mientras que los politólogos es probable que la compartieran, pero como ninguna de estas dos ramas del conocimiento pertenece al campo de las ciencias exactas, lo correcto sería consensuar que lo procedente en cada momento sería estar atentos para apreciar las señales emanantes de la realidad y valorar así cuándo nuestra democracia podría estar en riesgo de irse por el desagüe a través de la pérdida de tono de la institucionalidad.

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