Leer a Shakespeare puede parecer una antigualla. Pero en cualquiera de sus obras hay más profundidad en su disección del alma humana, de las ambiciones, lealtades, fidelidades y traiciones y de las relaciones entre jefes y subordinados que en una miríada de libros de gestión empresarial. El Bardo, fino observador y afilado crítico, dibuja con trazo sólido y pulso firme cómo la aparente grandeza puede ser miseria disfrazada o cómo el propio interés mata las buenas intenciones. Pero también, porque el hombre complejo, cómo la brillantez nace de la humildad y el ánimo se contagia hasta al más escéptico. Y así, cada nueva generación que descubre su obra encuentra nuevas enseñanzas en sus versos.
Dirigir una empresa se reduce a saber qué se quiere y como conseguirlo, que no es poco, pero tampoco es cosa de dioses. Hasta los héroes son humanos y la propia Humanidad está condenada a una eterna transformación para sobrevivir. Dijo Churchill que “mejorar es cambiar y para ser perfecto hay que cambiar a menudo”.
Liderar, prever, solucionar problemas y gestionar crisis. ¿Hay alguna descripción más atinada del liderazgo que la Arenga de San Crispín del Enrique V? Y no porque Shakespeare sea un cortesano adulador y melifluo. No ahorra crueles epítetos para Juan sin Tierra o Ricardo III. Incluso su Enrique IV, angustiado por haber usurpado el trono es retratado como eficaz y sibilino conspirador, a la vez que pésimo líder convertido en un burócrata obsesionado por mantenerse en el trono. Nada que no veamos en la empresa. El joven príncipe Hal, compañero de jaranas del cobarde y borrachín de Falstaff, logra deshacerse de su influencia para convertirse en el brillante Enrique V. El líder que se rodea de otros mejores que él para cada cometido. El fino estratega centrado en los detalles que sabe ocultar sus miedos mientras motiva a los suyos transmitiéndoles confianza. “Nosotros pocos, pocos y felices, banda de hermanos” a quienes hace partícipes de cada decisión, implicándoles y prefiriendo la eficiencia a la eficacia, decidiendo con rapidez y ejecutividad.
Como dice Ofelia al rey Claudio en Hamlet: “Sabemos lo que somos, pero ignoramos lo que podemos ser”. Prever es asumir que hay que cambiar para seguir vivos. Y sobre todo, saber elegir el momento. Resistirse al cambio es sucumbir y hay más dolor en quien se anquilosa que en quien yerra al decidir, pues, más que conseguir algo nos satisface sabernos capaces de alcanzarlo. Así lo expresa en Troilo y Crésida cuando escribe que “las cosas ganadas ya están; la alegría del alma va en el hacer”. Aunque debemos asumir la posibilidad del fracaso, pues bien distinto es planear una travesía a llevar a buen puerto la nave. Y aceptar, algo que no ocurre tanto como debiera en los cargos de responsabilidad, que en esa circunstancia, “la culpa, querido Bruto, no es nuestras estrellas, sino de nosotros mismos”.
Solucionar problemas es el desafío diario de cualquier directivo y anticiparse la mejor manera de afrontarlos, pues como dice el maestro Ford en Las Alegres Comadres de Windsor: “Más vale tres horas pronto que un minuto tarde». Y si nos retrasamos, recordemos a Hamlet y su “estar preparados lo es todo”. Pero no lo imitemos, pues no hay, posiblemente, personaje más indeciso en toda la obra shakesperiana, tan prolija en graves crisis. Sea la ruina del Rey Lear tras desterrar a Cordelia, la guerra civil surgida en Roma tras el asesinato de Julio César o la que representa el desesperado grito de Ricardo III –Mi reino por un caballo– en el campo de batalla de Bosworth.
En ese viaje incierto que es la gestión de una empresa, como ocurre en la vida, no debemos olvidar nunca aquello que nos dice fray Francisco en Mucho ruido y pocas nueces porque solemos olvidar la diferencia entre el precio que pagamos por algo y el valor tiene para nosotros: “Lo que tenemos no lo valoramos por lo que vale mientras lo disfrutamos. Pero cuando falta y se pierde, entonces encontraremos la virtud que la posesión no nos hacía ver mientras era nuestro”. ¿Quién necesita libros de gestión?