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Tribuna

Alfonso lazo

Historiador

Nuestra libertad olvidada

Cabe preguntarse, pues, si la pandemia no estará favoreciendo una gradual desaparición de libertades que luego el Espíritu del Mundo vendría a legitimar

Nuestra libertad olvidada Nuestra libertad olvidada

Nuestra libertad olvidada / rosell

En la primavera de 1920 don Fernando de los Ríos se entrevistó con Lenin. Inquieto el socialista por la falta de libertad que notaba en Rusia recibió del dictador bolchevique la muy conocida y comentada respuesta: "¿Libertad para qué?" No fue ningún disparate aquella contestación si la miramos desde la democracia de los países desarrollados del siglo XXI.

Alguien podría preguntarse hoy en nuestra sociedad pospandémica: ¿para qué necesito yo eso que llaman libertades políticas? No necesito para nada, discurriría esta persona, la libertad de expresión pues no aspiro a escribir en los periódicos ni a salir en las pantallas de los televisores; me da igual que pueda existir una censura de libros y espectáculos ya que carezco de afición por la lectura y tampoco soy un cinéfilo exigente; la política me aburre y para mí es lo mismo quien gobierne, siempre que mantenga la seguridad, el orden, los puestos de trabajo y las subvenciones. Comprendo que la minoría ilustrada de nuestra sociedad reclame sus libertades, pero yo me siento cómodo entre la mayoría de mis vecinos.

Sin duda, ese discurso ficticio de nuestro imaginado ciudadano puede ser muy razonable si no fuera porque la libertad es indivisible en la vida de la polis y se tiene toda o se acaba no teniendo ninguna. Inútil medirla con una balanza de precisión: un poquito más de libertad en la televisión pública y un buen tajo a las libertades en las redes sociales. Se es libre en todos los aspectos del vivir o se vive bajo una tiranía, ya sea la de un dictador ya sea la de una multitud.

Escribía Carl Schmitt en su Glossarium (febrero de 1948) sobre la habilidad del poder político en el aprovechamiento de las oportunidades: "El Espíritu del Mundo concede la absolución a la mala conciencia de los poderosos. Naturalmente que cualquiera que tenga la posibilidad de legalizar con ello su poder instaurándolo como derecho utilizará esta maravillosa oportunidad". Cabe preguntarse, pues, si la pandemia no estará favoreciendo una gradual desaparición de libertades que luego el Espíritu del Mundo vendría a legitimar. Porque es el caso que las sociedades pueden acostumbrarse a la desaparición paulatina de su libertad. Libertades caídas en desuso no siempre por decretos del poder, sino asimismo por cambios culturales y del imaginario colectivo. Baste un ejemplo. Quién iba a decirnos hace cuarenta años que en plena democracia habría de extinguirse la igualdad legal entre hombres y mujeres al dar a la palabra femenina, ante la policía y la justicia, un valor superior a la palabra del hombre; jueces y policías aterrorizados frente al griterío mediático de las tricoteuses.

No insinúo (sería un disparate hacerlo) que nuestros virtuosos gobernantes hayan aprovechado la pandemia para robarnos la libertad; pero sí temo que medidas como los confinamientos, perimetraciones, reuniones prohibidas, toques de queda y otras decisiones punitivas terminen haciéndonos perder el gusto por la libertad y dar así la razón al ciudadano que la considera solo como capricho de una minoría de intelectuales pedantes.

De acuerdo con la vulgata marxista y su discurso obligatorio Lenin no se equivocaba y las leyes de la Historia, el Espíritu del Mundo, seguían su curso. ¿Para qué iban a pedir más las empobrecidas masas rusas que acababan de ser liberadas por el comunismo? El Estado, al tenerlo todo después de haber expropiado a la burguesía, estaba suministrando a campesinos y proletarios urbanos aquello que necesitaban: tierras, viviendas, trabajos en las empresas estatales, alimentos… La libertad no se come, y quienes la necesitaban -artistas e intelectuales- durante los primeros años de la dictadura bolchevique pudieron gozar en plenitud de ella. Rusia acogió las vanguardias de todas las artes y a las clases ilustradas de Occidente les parecía un paraíso de libertad. Pero había un pero, y ese pero lo cambió todo: el Partido (ahora con mayúscula por ser el único) se reservaba la última palabra, desde la política de electrificación hasta las bellas artes, pasando por el estudio de las matemáticas puras. Poco a poco se fueron recortando opiniones y movimientos, el lenguaje perdió su espontaneidad y hubo un nuevo lenguaje oficial obligatorio donde las palabras adquirían otros significados. A la pérdida de libertad de pensar, inseparable de los vocablos que usamos, uno llega sin darse cuenta. De momento, la palabra Liberal es ya un insulto en España.

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