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Tribuna

Manuel gracia navarro

Ex presidente del Parlamento de Andalucía

Sobre el pin parental

Reconocer el derecho al pin parental sería como retroceder al Antiguo Régimen, en el que la educación era tarea de las familias

Sobre el pin parental Sobre el pin parental

Sobre el pin parental / rosell

Cada vez que la extrema derecha invoca el derecho de los padres a que sus hijos reciban la educación que esté de acuerdo con sus convicciones para oponerse a que se impartan determinadas disciplinas o contenidos curriculares, creo que deberíamos de ser conscientes del riesgo que tal invocación comporta para la libertad de pensamiento, de expresión y de cátedra. Sobre todo, quienes deberían de serlo especialmente son el PP y Ciudadanos, que corren el riesgo de subordinar los principios a su conveniencia una vez más. Si se acepta el punto de partida que plantea la propuesta ultra, por ejemplo, un padre que sea creacionista podría oponerse a que le enseñen a su hijo la evolución, otro que crea que la tierra es plana no aceptará un taller de astronomía, y el que sea supremacista negará la declaración universal de los derechos humanos. Es decir, lo que no puede estar por encima de la ciencia, de los hechos y hasta de los derechos humanos es ese sacrosanto derecho, que estaba pensado para hacer frente a regímenes políticos dictatoriales que pretendieran imponer y adoctrinar unas ideas en la escuela, y no para sistemas educativos en libertad y democracia. En nuestro país ya tenemos alguna experiencia sobre esto: cuando la derecha consiguió eliminar la asignatura de Educación para la Ciudadanía, estaba eliminando un instrumento absolutamente necesario -bajo esa formulación u otra similar- para formar una ciudadanía libre para una sociedad libre. Esa eliminación, por cierto, tiene mucho que ver con la pérdida de valores como el respeto al diferente, la igualdad de trato, o tantos otros, de la que tanto nos quejamos hoy, incluidos quienes la protagonizaron.

Aquella vieja postura de la derecha conservadora tiene hoy su expresión más diáfana en el denominado pin parental, expresión muy moderna y tecnológica, pero que esconde la misma arcaica posición de entonces. Si se acepta que los padres tienen derecho a negarse a que sus hijos reciban enseñanzas complementarias que forman parte del currículum y de la programación general del centro, por qué se les va a negar ese mismo derecho sobre las materias curriculares, como la literatura, la historia o las ciencias. Si eso pudiera ser así, habríamos terminado de golpe con el derecho a la educación, de quienes son titulares los hijos, no los padres; habríamos acabado con la libertad de cátedra de los profesores que supervisan esas actividades, y con la competencia de los poderes públicos para llevar a cabo la programación general de la enseñanza, materias todas ellas sancionadas y proclamadas en la Constitución. Quienes propugnan ese artilugio digital actúan negando que los padres tienen derecho a elegir el centro educativo que prefieren para sus hijos, público o concertado, dentro de la oferta de plazas escolares disponibles, que para ejercer ese derecho tienen también derecho a conocer el Plan del centro en el caso de los públicos o el ideario educativo en el de los concertados, que tienen asimismo el derecho a participar en el Consejo Escolar del centro, donde se aprueba la ordenación de las actividades curriculares incluidas las complementarias, y niegan, en suma, que su derecho constitucional a que sus hijos reciban la formación moral y religiosa que está de acuerdo con sus propias convicciones está plenamente garantizado.

Si se prefiere una perspectiva histórica de la cuestión, habría que decir que reconocer ese derecho sería tanto como retroceder casi dos siglos en el modelo de nuestro sistema educativo, volviendo al Antiguo Régimen, en el que la educación era tarea de las familias, sobre la que únicamente tenía un papel de tutela y protección la Iglesia católica, pero en ningún caso los poderes públicos: quienes tenían recursos económicos podían contratar institutrices y profesores para sus hijos, quienes no los tenían habían de conformarse con enviar a sus hijos a instituciones benéficas, normalmente de clara orientación religiosa. Todavía en 1843 el Reglamento orgánico para las Escuelas Normales afirmaba que "sin saber leer y escribir puede un hombre ser un buen padre de familia, súbdito obediente, pacífico ciudadano; nada de esto será si le faltan los principios de la moral y si desconoce los deberes que la religión prescribe". Lo que está en juego en este terreno es avanzar en un modelo educativo que establece la obligación de los poderes públicos para hacer posible el ejercicio de los derechos y libertades vinculados con la educación o, por el contrario, si retrocedemos hacia un modelo en el que los poderes públicos tienen un papel tan solo subsidiario en esta materia. De lo que se trata, en suma, es de rechazar que en nombre de la libertad de los padres se esté denegando de facto el derecho a la educación a miles y miles de alumnos; algunos parece que están instalados hoy en aquella mentalidad tan antigua y tan rancia.

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