Vasos de plástico sobre un piano
El concierto había empezado a mediodía. Mi hermano mayor y yo seguíamos su retransmisión por el segundo canal de la tele, el salón en penumbra, las persianas bajadas para huir del calor fustigante del julio sevillano (aún desconocíamos que cada verano por venir sería, en progresión imparable, casi geométrica, el más caluroso de nuestras vidas, aunque aquellos lo fueran, y mucho). La modorra y algún grupo menor, momentos valle entre las fulgurantes apariciones de los entonces predilectos Spandau Ballet y Paul Young y Simple Minds y Sade, se habían ido adueñando de la tarde hasta que dos bobbies, supuestos polis británicos que en verdad eran miembros de los Monty Python, asomados tras un piano negro cubierto de vasos de plástico de Pepsi y otros con cerveza, restos de una fiesta prolongada, dieron paso al siguiente grupo. Y allí aparecieron Freddie Mercury, Brian May y el resto de Queen y el viejo Wembley se vino abajo y hasta el soso príncipe de Gales, un joven padre de familia que quizá anduviera pensando en los támpax de su aún oculta amante, la hoy reina Camila, se vino arriba. Con los primeros acordes al piano de Bohemian rapsody, ejecutados por Mercury, empezó la media hora más inolvidable del concierto y, probablemente, uno de los mejores pasajes de la historia de la música pop. Quien lo vio, no lo olvida; quien no lo haya visto, que deje esto y lo vea. Es una lección magistral de cómo aunar y levantar a setenta u ochenta o cien mil personas, que cualquiera sabe cuántas habría allí, con el mero, y poderoso, magnetismo de un artista en plenitud de sus portentosas facultades vocales y sus histriónicas dotes para dominar un escenario. Es una actuación memorable. Y un eficaz antídoto contra el decaimiento.
Era sábado, 13 de julio de 1985, cuando se celebró aquel concierto a caballo entre el viejo Wembley y otro estadio de Los Ángeles, California, un sábado eterno (tan eterno que mi señor padre, luego de una despreocupada siesta tras volver del trabajo –en la banca los sábados aún eran laborables– preguntó hastiado cuándo acababa “este tostonazo”). Bob Geldof, discreto músico intérprete del tema I don´t like mondays, himno oficioso de casi todos los currantes en activo, se había sacado de la manga aquel Live Aid tras ver las imágenes de los niños hinchados y moribundos por la hambruna que asolaba Etiopía, tan habituales en las televisiones de mediados aquellos años ochenta, y movilizó a unos cuantos artistas. Cualquiera sabe cuánta hambruna mitigó, si lo hizo. Lo que sí consiguió, aparte de poner en órbita a debutantes como Madonna, fueron momentos estelares de no pocos cantantes, desde Tina Turner con Mick Jagger hasta el elegante y nunca sencillo David Bowie, pasando por Collins que –eran tiempos del Concorde– actuó en los dos estadios. Todos lejos de aquella especie de cometa en el cénit de su combustión que era entonces Freddie Mercury.
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