“De mayor me gustaría ser sevillano serio”
Andrés Amorós | Catedrático de Literatura y escritor
En su amena antología ‘Las cien mejores poesías taurinas’ el popular profesor vuelca no solo sus enciclopédicos conocimientos sobre el toro, sino también su amor por la literatura española “En el Patio de Banderas habría que hacer algo parecido al Antiqvarivm” “El amor pasa, el ajo permanece”

Conversar con don Andrés Amorós (Valencia, 1941) es un verdadero placer. Hombre de cultura enciclopédica y amabilidad antigua, no es raro verlo por las calles de Sevilla, a donde acude con frecuencia para perderse por su mapa cervantino o ver corridas de toros. Este popular Catedrático de Literatura Española, melómano, excelente recitador de poemas con una memoria homérica, taurino fino y entusiasta, es autor de numerosos libros relacionados con el mundo del toro. Ahora publica, con la editorial El Paseíllo, ‘Las cien mejores poesías taurinas (de Gonzalo de Berceo a Joaquín Sabina)’, una recopilación desprejuiciada en la que encontramos poetas de muy variada condición y estética, desde el Quevedo más culto hasta el Calamaro más pop. Los textos cuentan además con unas breves y amenas introducciones que sirven para explicar al poeta y su obra, y en las que Amorós exhibe una pluma suelta y amena forjada en su intensa colaboración con numerosos medios de comunicación. Don Andrés nos recibe en su piso de Sevilla, en el mismísimo cogollo de la ciudad, a los pies de la Giralda. Es Martes Santo y se le ve con la ilusión de un novillero.
Pregunta.–Bonita foto con Mario Vargas Llosa.
–Éramos amigos. Se fiaba mucho de mi criterio en cuestiones taurinas. Fui a los toros con él unas cuantas veces. Cuando estaba escribiendo el pregón de la Maestranza me consultó en algunas ocasiones. Una vez preguntó si tenía que hablar bien de Sevilla. Le dije: “todo lo que digas les parecerá poco”.
P.–Nos tiene usted bien calados. El de Vargas Llosa fue un gran pregón... Esa anécdota del capote de Belmonte que tenía su tío y sacaba del baúl como algo mágico.
–En cierta ocasión vino a Sevilla con su mujer, Patricia, y me dijo que nunca había ido a un tentadero. Pepe Moya, ganadero de El Parralejo, organizó uno y allí fuimos. Le encantó. También hice las fotos cuando toreó por primera vez. Fue en casa de Enrique Ponce. No es por presumir, pero en cierta ocasión le dijo a un académico que yo era “el que más sabe de toros en el mundo”.
P.–Usted mantiene una estrechísima relación con Sevilla, donde tiene un piso en el cogollo de la ciudad. No es raro verle por las calles del centro.
–Mi mujer Auxiliadora es de Utrera, pero se crio en una casa de la Plaza del Museo. Sevilla son palabras mayores. Al igual que Florencia, es una ciudad complicada de interpretar. Hay que venir muchas veces para hacerlo. Como decía Romero Murube es una ciudad con muchas veladuras misteriosas. Aquí he tenido y tengo muchos amigos.
P.–¿Sevilla sin sevillanos?
–De mayor me gustaría ser sevillano serio, como algunos íntimos amigos: Manolo Vázquez, Pepe Bolaños, Eduardo Osborne, que era un gran señor... Eso sí, no me gusta el sevillano chistoso.
P.–Sevilla es una ciudad literaria.
–Para mí Sevilla es Cervantes. A él le dediqué el discurso cuando me hicieron correspondiente de la Academia de Buenas Letras. Me gusta ver su rastro en la Plaza del Pan, las gradas de la Catedral, la placita de Santa Marta... Amo esa Sevilla honda y seria de Bécquer, Machado, Romero Murube, Cernuda, Salinas, Guillén.
P.–Y es hermano de El Silencio.
–Quería hacerme hermano de alguna cofradía y Eduardo Osborne me dijo que El Silencio era la más adecuada para mí. Como yo era divorciado, el hermano mayor me tuvo que hacer un examen de teología. Me preguntó si sabía quién era Mateo Alemán, redactor de las reglas de la hermandad (eso son palabras mayores). Le dije que sí. “Pues está usted admitido”, me dijo. He salido muchos años de nazareno. Me fascinaba cuando entraba en la catedral. Es una experiencia de espiritualidad única en el mundo.
Amo esa Sevilla honda y seria de Bécquer, Machado, Romero Murube, Cernuda, Salinas, Guillén
P.–Hablemos de la Sevilla taurina.
–No hay mejor sitio en el mundo para ver toros que Sevilla, en la Maestranza, aunque Antonio Burgos me reñía: “se dice la plaza de los toros de Sevilla”.
P.–Como esto lo lean en Madrid se va a llevar una bronca monumental.
–Me da igual. También le digo: ¿qué tiene la plaza de Madrid que no tiene la de Sevilla? La exigencia. En los toros, a veces hay que pitar, si no corres el riesgo de que te tomen el pelo. Sevilla destaca por la estética y Madrid, por la exigencia. Una cosa que me gusta de Sevilla es que continuamente me encuentro por la calle a gente del toro, a profesionales: toreros, ganaderos, banderilleros, picadores... En Madrid no te encuentras a nadie.
P.–¿Y la Feria?
–No soy de la Feria. Es incompatible con mi manera de ver los toros. A mí me gusta los días de corrida comer poco, echarme una siesta, ducharme antes de ir a la plaza...
P.–Vamos, como si fuese usted el que va a torerar.
–Sí, porque si te has pegado una comilona y has bebido te duermes en la plaza. Yo quiero tener los ojos muy abiertos.
P.–Su nuevo libro, ‘Las cien mejores poesías taurinas (de Gonzalo de Berceo a Joaquín Sabina)’ es un divertido e interesante repaso al género. Además, sus introducciones a los autores son muy amenas y explican muy bien tanto el autor como su poema.
–La poesía es el género que encaja mejor con los toros. La novela tiene el peligro de caer en el sentimentalismo, en el melodrama, en el niño de las monjas. En el teatro es muy difícil meter un toro en escena. Antes que esta ha habido importantes antologías de poesía taurina, de las que hablo en el prólogo, pero todas hacían más hincapié en lo taurino que en lo literario. Cuando mi mujer, que es mi crítica más feroz, leyó el libro me dijo que tenía más de literatura que de toros. No es un libro para eruditos, sino para el gran público. Por ejemplo, el magnífico poema de Quevedo, en el que nos cuenta una fiesta de toros con rejones en Madrid para el Príncipe de Gales, que se termina suspendiéndose por la lluvia. Si no se explica un poco, se pierde muchísimo. Lo mismo pasa con el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de Lorca. Todo el mundo lo conoce, pero es un poema complicadísimo, con muchas metáforas y alusiones que requieren una explicación. La amenidad a la que usted se refiere la he aprendido durante toda una vida en la que, además de profesor, he trabajado en periódicos y radios.
P.–El ‘Llanto’ es una de las mejores poesías (sin etiquetas) de todos los tiempos.
–Como ha visto Ángel Álvarez de Miranda, la grandeza de Lorca en este poema es que da forma estética a unos mitos básicos: la sangre, el cuchillo, la tierra... Como Shakespeare.
P.–Miguel Hernández, Alberti, Foxá, Pemán... está claro que aficionados taurinos los hubo y los hay de derecha e izquierda.
–Da vergüenza tener que repetirlo. Los toros son un arte del pueblo español. Pero nadie está obligado a que le gusten. El arte es de cualquier persona que tenga sensibilidad.
P.–Apenas hay dos mujeres en la antología: Gloria Fuertes y María Victoria Atencia (maravilloso su poema). Más allá de que siempre ha habido mujeres muy aficionadas y toreras, ¿son los toros un arte fundamentalmente de hombres?
–Hay un libro fundamental de Ángel Álvarez de Miranda, Ritos y juegos del toro. En él se pone a los toros en relación con una serie de ritos de fecundación y virilidad. Sin caer en machismos tontos, es evidente que en los toros hay valores viriles, lo cual no quiere decir que no pueda haber mujeres toreras o grandes aficionadas. También hay otras interpretaciones que hacen hincapié en la ambigüedad de las corridas.
P.–Hay una gran variedad de poetas, cultos, populares, modernos, antiguos...
–Quería mostrar la pluralidad de enfoques del mundo taurino. He buscado que haya de todo, desde Rafael de León, Sabina o Calamaro hasta Moratín o Aleixandre. También autores muy olvidados como Adriano del Valle. Unos se fijan en lo sensorial (Manuel Machado: “oro, seda, sangre y sol”); otros hacen hincapié en el toro en el campo (Aleixandre, Murciano...); hay gente que habla del lidiador, el héroe (Moratín), o la tragedia (Lorca).
En los toros, a veces hay que pitar, si no corres el riesgo de que te tomen el pelo
P.–Mójese, escoja un poeta.
–El que más entiende de toros, sin duda alguna, es Gerardo Diego. He encontrado críticas taurinas firmadas por él, y escribió La suerte o la muerte, que es un tratado técnico-histórico. Pero los de mayor dimensión universal son Lorca (que no era un entendido, sino un apasionado) y Miguel Hernández... también Alberti. Siento especial debilidad por los poemas taurinos de Miguel Hernández. Cuando llegó a Madrid pasó hambre y sufrió el desprecio de los poetas consagrados. Para que pudiese vivir, Cossío le encargó varias biografías de toreros de su enciclopedia sobre los toros. No sabemos cuáles son, excepto algunas que menciona en sus cartas, como la de Tragabuches. En El rayo que no cesa hay cosas maravillosas, poemas en los que la tauromaquia sirve como metáfora de la vida. Por ejemplo, la querencia: “Una querencia tengo por tu acento,/ una apetencia por tu compañía/ y una dolencia de melancolía/ por la ausencia del aire de tu viento.” O la muerte: “Como el toro he nacido para el luto/ y el dolor, como el toro estoy marcado por un hierro infernal en el costado/ y por varón en la ingle con un fruto”...
P.–¿Hay poesía antitaurina?
–Sí, la hay, pero no conozco ninguna que sea buena. En cierta ocasión fui con Vitorino padre a un debate sobre los toros en la televisión catalana. Antes de entrar me dijo “ten mucho cuidado, Andrés, que tú eres muy educado y eso no sirve”. Era uno de esos programas que son como un juicio. Javier Nart hacía de fiscal y me dijo: “Ni a Ramón y Cajal ni a Benavente le gustaban los toros”. A lo que yo le contesté: “No cabe duda de que son dos personas de primerísima categoría. Ahora bien, de esa categoría, por cada uno que usted me diga que está en contra de los toros yo le digo diez a favor. ¿Empezamos?” Se calló. Ganamos el debate. Gracias a ir a los Toros con Luis Miguel Dominguín, que era muy amigo de mi padre, he conocido a Orson Welles, a Hemingway... Sé que es un argumento muy manido, pero si te llaman bárbaro y salvaje junto a Goya, Picasso... no vas mal acompañado.
P.–Sin embargo, no todo es oropel en esta antología, también hay algunos poemas burlescos, como el de Baltasar del Alcázar y el de Felipe Benítez Reyes sobre una corrida de pueblo de ecos solanescos y dedicado al pintor Ricardo Cadenas, gran taurino.
–Es que todo eso es una realidad. No se trata de idealizar la corrida, donde además de arte hay excrementos, sangre, negocio... Yo sería un magnífico antitaurino, porque conozco muy bien todas las miserias de la Fiesta. Pero el que solo ve en los toros moscas y crueldad se pierde algo muy importante.
P.–¿Cuál es el primer poema que podemos considerar taurino?
–Eso es complicado. Yo incluyo en el libro algunos poemas que hablan de juegos con los toros. El primero es el Poema del Conde Fernán González [siglo XIII]. La corrida de toros tal como la conocemos hoy, según la teoría clásica de Cossío, aparece con Goya, finales del XVIII. Es en ese momento cuando se producen una serie de novedades: las ganaderías (no toros sueltos por las buenas), el toreo a pie, el torero de origen popular que cobra por la faena, las plazas de toros como recintos especializados, las tauromaquias para codificar las reglas... Lo que pasa es que mi amigo Gonzalo Santoja está empeñado en decir que antes del XVIII había algo parecido y localiza ya desde la Edad Media una serie de “matatoros”, también de origen popular, que toreaban a pie y cobraban por ello. En archivos municipales se ve claramente cómo compran toros y contratan a toreros, vemos cómo ya hay un profesional que no es un noble y también alguien que cría unos toros especiales. En uno de sus poemas, Lope de Vega habla de unos toros que son de una estirpe conocida, es decir: una ganadería en el sentido moderno.
P.–Algunos dicen ahora que Goya era antitaurino.
–Lo del Goya antitaurino es una manipulación más. Moratín, en una carta fechada en 1827, afirma: “Goya dice que él ha toreado, en su tiempo, y que, con la espada en la mano, a nadie teme. Dentro de unos meses, va a cumplir ochenta años”. Por su parte, en el epistolario de Goya con Martín Zapater el pintor intenta animar al que fue su íntimo amigo porque había estado enfermo. Le dice “Tienes muchos asuntos y te pide el cuerpo venir a Madrid, lo dejas todo y te vienes a ver cuatro fiestas de toros y comedias y te ríes muy bien de todo...”. Goya firmaba sus cartas como Don Francisco el de los toros.
P.–¿Y por qué se da esa fascinación de los poetas por los toros?
–Porque es un espectáculo realmente deslumbrante, que te entra por los sentidos. Como dijo Madariaga es un compendio de todas las artes: pintura, escultura, música, ballet... Además, tiene la dimensión heroica. Un señor se juega la vida frente a un animal peligrosísimo y solo para crear belleza. El toreo es valor y arte, pero también es inteligencia. Pepe Luis Vázquez decía que antes que nada había que tener cabeza, lucidez, ver claro al toro. Luego ya te pones bonito. Es un arte complejísimo. Y si vamos al significado filosófico de los toros parece claro que presentan una visión trágica de la vida y la muerte. No hay otro espectáculo en el mundo donde se vea tan claramente esto.
El poeta que más entiende de toros, sin duda alguna, es Gerardo Diego. He encontrado críticas taurinas suyas
P.–El lenguaje taurino está completamente insertado en el habla diaria de los españoles. ¿Seguirá siendo así en un futuro próximo?
–Por qué no. Lo bonito es que es un lenguaje popular, no intelectual. Es muy vitalista y gráfico, se entiende muy bien y se emplea como metáfora de la vida. En la política se usa mucho. El propio Pío Baroja, que era un gran antitaurino, en una novela escribe: “A su suegra le daba cada capotazo que la desarmaba”. El lenguaje taurino forma parte de la cultura española.
P.–¿Le preocupa el futuro de la fiesta?
–Actualmente, las grandes plazas se están llenando, aunque ha bajado el público en Bilbao y San Sebastián. Los festejos populares, por su parte, tiene un auge tremendo en Castilla y el Mediterráneo. Los toros seguirán existiendo mientras la gente siga acudiendo. A mí lo que me preocupa no es que desaparezcan sino que se banalicen. Dos de los grandes peligros es que disminuya la casta del toro y que las corridas se conviertan en un espectáculo para turistas. Es el mismo riesgo que corre el flamenco.
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