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Ignacio F. Garmendia I Editor, articulista y crítico de literatura

“La vida cultural está sobrevalorada; ni es cultural ni es vida”

  • La editorial Athenaica publica ‘Los días sagrados’, recopilación de los artículos de prensa de este hombre de letras inclasificable, uno de los editores y críticos más brillantes de España

Ignacio Garmendia, durante un momento de la entrevista.

Ignacio Garmendia, durante un momento de la entrevista. / Juan Carlos Vázquez

En el siglo del influencer y el selfie, es difícil encontrar a tipos como Ignacio F. Garmendia (Sevilla, 1970), quizás el más brillante de aquellos estudiantes de letras que pululaban por la Fábrica de Tabacos a finales de los 80 y principios de los 90; un chico de pinta extravagante que cursaba Clásicas y que editaba la ya legendaria revista ‘Tempestas’. Hombre que se mueve entre el estoicismo y el epicureísmo, la bohemia de sus años jóvenes y la lucidez de su madurez, Garmendia nos regala todos los martes, en Diario de Sevilla, su columna ‘Las postrimerías’, un remanso de paz inactual y sabiduría vital y libresca en medio de esa pista de coches locos que es la prensa diaria. Ahora, la editorial Athenaica recopila estos textos en el esperado libro ‘Los días sagrados’, al que añade su inclasificable relato ‘El sueño de Grecia’, también aparecido un verano en este periódico. Aunque Garmendia resume su currículum en tres palabras, su trayectoria daría para un centón de páginas. Destaquemos que, entre otras muchas cosas, actualmente es responsable de publicaciones de la Fundación José Manuel Lara y editor de Athenaica, uno de los críticos de literatura más brillantes de España (con miles de artículos a sus espaldas) y autor de la monumental edición de la Obra completa (Libros del Asteroide) de Manuel Chaves Nogales.

–Pese a su amplia y brillante trayectoria, el currículum que consta en la solapa de ‘Los días sagrados’ es apenas de dos líneas. Se limita a decir que es editor, articulista y crítico de literatura. ¿Un ejercicio estoico de domesticación del ego?

–Varios de los textos que aparecen en el libro hablan del exceso del ego, de los autoestimados y del narcisismo característico de nuestra época. Las que constan son las tres profesiones a las que me dedico. Con eso está dicho todo.

–Hay quienes, malévolos, dicen que mientras más largo es el currículum de la solapa menos importancia tiene el autor.

–No hago de mis carencias virtudes. Probablemente tengo un pudor excesivo.

–‘Los días sagrados’... quizás una de las mayores carencias del momento que vivimos es la desaparición de lo sagrado y la banalización de absolutamente todo.

–El título viene de un autor escocés no tan conocido como Stevenson, George MacDonald, que tiene una fórmula, “presente sagrado”, con la que invita a la gratitud permanente y a una conciencia del pasado que, efectivamente, atraviesa muchos de los textos del libro y mi propia vida. Es la idea de que cuando miras el presente no sólo ves lo que hay sino, también, lo que hubo. A eso ayudan muchísimo la literatura, los relatos orales de los viejos o la percepción del paisaje. En unos tiempos tan banales y apegados a lo inmediato, esa densidad a la hora de mirar le da mayor profundidad a la vida. Lo sagrado es una vertiente importante de lo humano que se ha ido perdiendo en el siglo XX.

Grecia no sólo es importante por lo que fue, sino por lo que inspiró en los siglos siguientes

–Y Usted, como Maquivaelo, ¿habla con los antiguos?

–La lectura, como dice Quevedo, es escuchar con los ojos a los muertos. Leer te da acceso a la realidad de los antiguos y por eso es tan maravillosa. De ahí que no sea tan importante estar pendiente de las novedades literarias estrictas. Tenemos milenios de cultura con la que uno puede dialogar.

–Pero no llegará a vestirse con la toga en la intimidad del hogar...

–Sólo excepcionalmente.

–Por sus escritos y algunas conversaciones, siempre he detectado en usted un cierto interés por el catolicismo inglés.

–El catolicismo inglés de finales del siglo XIX, con el cardenal Newman a la cabeza, es muy interesante. Produjo todo un movimiento de atracción, sobre todo estética, del que formó parte Chesterton. Esa fascinación por la llama del sagrario, como se refleja en Retorno a Brideshead, llega hasta Evelyn Waugh. Pero, en realidad, por lo que yo siento gran interés es por el cristianismo en general. Después de muchos bandazos, porque no soy hombre de convicciones firmes, he comprendido que el cristianismo fue una ideología totalmente revolucionaria que nos enseñó el sentido de la fraternidad, algo que los antiguos, con lo listos que eran, jamás tuvieron claro, salvo las ideologías helenistas, el estoicismo, el epicureísmo. Jesucristo formula ese mensaje de una forma explícita en uno de los momentos más importantes de la humanidad. Independientemente de mis creencias, me siento muy cercano a la visión del mundo del cristianismo. No es una atracción meramente estética, como la que siento hacia el catolicismo inglés de finales del XIX. La misma base de todo el socialismo que merece la pena, el anterior al materialismo marxista, estaba impregnadísima del cristianismo. Quién sabe, a lo mejor acabo rezando.

–Pero su gran pasión es pagana: Grecia. ¿A qué se refiere cuándo dice Grecia?

–El relato extravagante e imperdonable que cierra el libro, El sueño de Grecia, trata de explicar eso diciendo que Grecia es una construcción imaginaria, más allá de todos los logros históricos de la filosofía, la democracia, el teatro... Grecia no es sólo importante por lo que fue, sino por lo que inspiró en los siglos siguientes, hasta hoy mismo. Esa continuidad de Grecia como idea es de una riqueza cultural enorme. Grecia inspira el humanismo, la ilustración y muchos de los ideales de Occidente que son verdaderamente universales.

–Dígame un verso fundamental del mundo Griego.

–“Todo está lleno de dioses”. Es una sentencia de Tales de Mileto que apunta a ese sentido sagrado del que hablábamos antes. Ese panteísmo, la idea de que la divinidad está presente especialmente en la naturaleza y en todo lo creado, influyó mucho en Spinoza.

–En su último poemario, ‘Bloc de otoño’, Luis Alberto de Cuenca tiene un poema en el que lamenta la pérdida de la épica como género. No sé si después de las carnicerías del siglo XX es posible volver a cultivar la épica.

–Como sabemos, la poesía occidental nace con la épica. Y como usted ha dicho las grandes carnicerías del siglo XX han mermado mucho las posibilidades de estetizar la guerra. El canto del cisne ha sido, quizás, Tempestades de acero, de Erns Jünger, que no en vano es un libro muy polémico precisamente porque estetiza el horror. En la Gran Guerra todavía se vieron combates singulares que podían justificar esa visión, sobre todo en los duelos en el aire, donde los pilotos eran literalmente unos caballeros. Pero los combates a gran escala, el holocausto y todas las matanzas que continúan hasta hoy han hecho muy difícil hacer una poesía que exalte los sentimientos guerreros. También hay que decir que la épica, además de la exaltación del ardor en la batalla, contiene otras muchas cosas. En La Ilíada hay momentos de un lirismo tremendo, como la despedida de Héctor de su esposa Andrómaca y el niño que se asusta cuando ve el casco del padre, o cuando Aquiles dice que preferiría vivir como un campesino a sueldo de su amo antes que la gloria que le va a deparar la muerte en combate. No es sólo una exaltación de lo bélico, como las malas novelas de guerra. Por otra parte, las guerras también son el escenario donde se expresan sentimientos nobles: la camaradería, la fraternidad, el heroísmo...

A veces, la insistencia en los contravalores puede resultar un poco cargante

–Hoy en día asistimos a una exaltación de la figura del antihéroe. Ya en la Grecia antigua vemos algo parecido en el famoso poema de Arquíloco en el que alardea de haber abandonado el escudo en el campo de batalla para salvar la vida.

–También hay precedentes notables en la novela alejandrina. La novela contemporánea tiende al antiheroísmo y eso está muy bien. Pero, a veces, la insistencia en los contravalores puede resultar un poco cargante.

–Magníficas las ilustraciones que ha hecho Manolo Ortiz para el libro, especialmente la del colofón, un tondito en el que aparece un búho junto a una copa de cóctel. Resume muy bien esa dualidad que se da en usted de hombre virtuoso y algo canalla.

–Para el papel de canalla ya no tengo edad, pero sí digamos que en el libro reflexiono sobre la necesidad de mezclar el placer intelectual con los placeres terrenales, por así llamarlos. Es importante tener un sentido hedonista de la vida. El disfrutar de los dones de la vida nos hace mejores ética y moralmente.

–En los agradecimientos del libro aparece una figura muy importante en su vida y en su vocación, Esperanza Albarrán, a la que llama “venerada maestra”.

–Fue la que me inculcó el interés por Grecia, una verdadera maestra que representaba la continuidad del legado y la tradición de la cultura. Como buena maestra no sólo lo fue de conocimiento, sino también de vida. A una persona de natural indisciplinada como yo le enseñó el valor de la disciplina y la autoexigencia. Y lo hizo desde una perspectiva que hoy llamaríamos progresista. Porque muchos de los autores que defienden los estudios clásicos suelen hacerlo desde visiones más o menos nostálgicas y, a veces, poco justas con la democratización de la enseñanza. Esperanza, a su devoción por Grecia y los valores morales, unía una idea de justicia muy en línea con Nuccio Ordine. Era severa y sobria, consagrada completamente a la enseñanza. Decidió dejar la Universidad y batirse en la Enseñanza Media, algo muy infrecuente en los departamentos universitarios, tan repletos de vanidad. Yo soy un discípulo que salió mal, pero hay centenares de profesores de Clásicas en toda España que se formaron con ella.

–¿Comparte usted la percepción de muchos de que los estudios clásicos están hoy en día amenazados?

–Están amenazadísimos, incluso en países con una tradición muy sólida como Alemania o Francia. No tengo una visión apocalíptica de nada. Descreo de las jeremiadas. Hay que defender las cosas con alegría. Pero hay que decir que las humanidades están en retroceso debido a esa antipedagogía utilitaria y chata en boga, aunque a la hora de la verdad ves que de alguna manera se siguen transmitiendo.

–¿Y una figura como Esperanza Albarrán sería posible en los institutos de hoy?

–No creo. Ella misma se prejubiló como una forma de protesta contra la ESO. Tenga en cuenta que en las clases del BUP traducíamos a los autores directamente, cosa que ahora, incluso en la propia Universidad, se tarda mucho en hacer. Dicho esto, conozco a muchos profesores de latín y griego que hacen lo que pueden.

Disfrutar de los dones de la vida nos hace mejores ética y moralmente

–En el mundo de las letras, usted es como los mariscales de Napoleón, alguien que empezó desde abajo, trabajando en librerías o como corrector. Hoy resulta extraño en un mundo cultural tan lleno de fenómenos efímeros que apenas han demostrado nado en el campo de batalla.

–En una época que rinde culto al talento, yo creo más en la artesanía, en el trabajo bien hecho. A ello le dedico algunas reflexiones del libro, como cuando hablo del “alto jornal” que es una acuñación del poeta Claudio Rodríguez en el poema así titulado. Intento realizar mi trabajo amorosamente y con dedicación, aunque me resulte económicamente ruinoso y le tenga que dedicar muchísimas horas, porque es mi vocación.

–¿Qué opina de la vida cultural?

–Está sobrevalorada, como se dice ahora. Ni es cultura ni es vida. La cultura no tiene nada que ver con el mundo de la cultura.

–Sus artículos suelen ser completamente inactuales. Está bien encontrar esos remansos de paz en los periódicos.

–Soy consciente de que mis artículos incumplen todas las normas del género. No sólo porque son inactuales, sino también porque son densos. Intento hacerlos de una forma que vayan más allá de la actualidad, que enlacen con lecturas y que contextualicen fenómenos actuales en relación con el pasado. Hablábamos antes del adanismo, de esa sensación que tiene mucha gente actual de estar inaugurando el mundo continuamente, y para casi todo hay antecedentes. Intento abordar mis artículos de una forma no dogmática.

–Y como editor, su gran labor hasta el momento, casi titánica, son los cinco volúmenes de la obra completa de Chaves Nogales editada para Libros del Asteroide.

–Hice una labor de edición literaria. Trabajé con los textos para limpiarlos y ordenarlos. Fue un trabajo ímprobo. La recuperación de Chaves Nogales tiene mucho nombres que la han hecho posible. Mi labor no ha sido de rescate –ya no hacía falta– sino filológica, con un cotejo detenido de los originales que fue una auténtica locura. Era un trabajo que creo que era necesario, aunque no sé si me volvería a meter en algo parecido otra vez.

–Hubo varios descubrimientos de textos inéditos, ¿no?

–Los descubrimientos se deben fundamentalmente a Rocío López-Palanco. Pero éstos no son más que la punta del iceberg de lo mucho que queda por descubrir, sobre todo de su última etapa.

En una época en la que se le rinde culto al talento, creo más en la artesanía, en el trabajo bien hecho

–Últimamente todo el mundo quiere apropiarse de Chaves Nogales. Es un cadáver del que todo el mundo tira.

–Molesta un poco que todo se reduzca al prólogo de A sangre y fuego y a esa pelea política por apropiarse de su figura. Chaves Nogales fue un gran escritor y un gran periodista, con una mirada no sólo lúcida, sino también buenhumorada, divertida, ingeniosa... Lo demuestra en Lo que ha quedado del imperio de los zares, El maestro Juan Martínez, La Europa en avión, que es un libro divertidísimo, lleno de ingenio y de gracia... Incluso en La ciudad, una obra de juventud, hay páginas espléndidas. Chaves Nogales va mucho más allá de la postura que pudo tomar en la Guerra Civil, algo a lo que se enfrentó al final de su vida

–Y después está su ‘Belmonte’, uno de los mejores libros escritos en español en el siglo XX.

–Es un libro que lo tiene todo: aventura, picaresca... una de las mejores biografías del siglo XX. Una pieza verdaderamente maestra, conmovedora, divertida, que refleja muy bien su época.

–Como crítico literario está considerado uno de los más brillantes de España. Se suele decir que Garmendia escribe mucho de los muertos y poco de los vivos.

–Así es. Soy hombre de muertos. Pero no por falta de interés en lo actual. Creo que hay que tener eso que Gómez de la Serna llamaba “el deber de lo nuevo” y como editor me mido continuamente con la novedad. Pero no tengo una curiosidad infinita por todo lo que ocurre actualmente.

–¿Qué queda de aquel extravagante estudiante de Clásicas?

–Los años son una injuria para cualquiera, pero sigo conservando el entusiasmo temerario que me lleva a realizar tareas muy mal remuneradas por el mero placer de hacerlas. Ha sido un milagro poder ganarme la vida con lo único que sé hacer. Estoy agradecido.

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