Estrella, suite entre Triana y Sevilla
Y era la Estrella, en suma, como una cortesana, como en un palacio real en el corazón y en el sur del continente
En la muerte de una devota del Gran Poder
Surgió, eminentemente, como una combinación de bailes cortesanos en la baja Edad Media, tales como la pavana o el saltarello. Después, evolucionó hasta convertirse, en el siglo XVIII, en una pieza musical de métrica y tempos diferentes, con entidad propia y nutrida de otros bailes europeos como la courante francesa o la zarabanda española. La suite, en suma, es una danza, una de las primeras expresiones orquestales conocidas en época moderna.
Mucho tiempo después, en enero de 1885, un tal Isaac Albéniz presentó a piano una pieza denominada Sevilla, que no era más que una suite dedicada a la esposa del Conde Morphy, gentilhombre del que sería a la postre el rey Alfonso XII. Por aquel entonces, la hermandad de La Estrella no tenía apenas nada; tan solo sus titulares. Ni enseres, ni pasos, ni nada. Medio siglo atrás había logrado trasladarse a San Jacinto, templo ubicado en el corazón del barrio de Triana que se encontraba en pleno proceso de restauración y reparación. El Miércoles Santo de 1891, con la obra de Albéniz ya consagrada, la cofradía de la Estrella volvió a salir en procesión estrenando ropas, insignias y andas procesionales. En 1898, los Lumière captaron las primeras imágenes cinematográficas de la fiesta mayor de la ciudad.
El resto es historia, y la historia continúa escribiéndose. Se ha escrito, de hecho, en una tarde de noviembre, con el sol desangrándose en los horizontes y las nubes agazapadas en el umbral del ocaso. Escoltada por un séquito de policromáticos estandartes y el silencio de toda la ciudad, el paso de palio se deslizó hermosmente por el repecho de aquel Arenal tan cercano y amigo. Frente por frente a la Piedad, que en sus brazos sostenía el pulso y la memoria de todo un país, una sinfonía emergió de los metales y las maderas de una Oliva intratable. Era Sevilla, era en efecto toda Sevilla, aquella que amadrinó la última coronación del siglo para hacerla suya. Porque todos guardamos muy dentro algo de la Estrella. Y era la Estrella, en suma, como una cortesana, como en un palacio real en el corazón y en el sur del continente, danzando al tempo de su propia ciudad, al tempo de aquella suite cuya melodía floreada nos martillea los adentros.
Danzaba por el Altozano, ensimismada en su sangre vibrante y pura; danzaba por Rodrigo, sabedora del delirio y del frenesí; danzaba reflejando su luz marmórea en las retinas de los niños en Condes de Bustillo, que la buscaban como buscan los Magos su lumbre y la salvación de la humanidad; danzaba quieta entre naranjales, envuelta en el aire puro del Tardón, entre enrejados y enredaderas, tendiéndole la mano a la Salud en cuyo pecho también danzaban las constelaciones; y danzaba de vuelta por San Jacinto, sin edad y sin espacio, imantando los firmamentos en sus perfiles. Así caminó la Estrella por cada uno de nosotros, por cada punto de su arrolladora procesión. Danzando entre el dolor y la belleza, entre la tarde y la madrugada, entre Triana y Sevilla. Danzando, ella misma, entre esos ojos por los que la vida nos pasa cada Domingo de Ramos.
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