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Nunca faltaba para recibir al Señor en la Puerta de San Miguel a esas horas en que los vencejos duermen a la espera del alba que mete los cuerpos en crisis y amenaza los ánimos. Allí estaba ella con los ojos clavados en la Concepción. Azahar, plata, cresterías venecianas y una cara de nácar. Allí aguardaba la devota con la certeza del gozo inminente: encontrarse con el rostro del Dios bueno, acogedor, tierno y que siempre la recibía a ella cada viernes tras peregrinar desde el Plantinar hasta la Basílica. Un día me confesó con brillo en los ojos: "Voy a ver al Señor todos los viernes del año. Y hay un viernes que Él me viene a ver a mi a mis sillas". Pura lección de Teología que solo se puede impartir desde la nobleza de corazón y desde esa sencillez personal que atesora la gente buena, de esos vecinos de la ciudad nacidos en los años treinta que aprendieron a renunciar a tantas cosas y de forma tan natural que hacían de su existencia una ofrenda continúa a sus hijos. Esos sevillanos que podían tener más o menos recursos, pero que no supieron vivir más que educando a sus hijos en valores, en la fe y en unos criterios de esfuerzo y sacrificio que, al final, han sido el mejor legado para sus descendientes. Necesitaron poco, lo dieron todo y supieron adaptarse a todo. Allí estaba ella cada Viernes Santo, tantas veces arrecida por ese frío que siempre castiga más cuando una Catedral de puertas abiertas y pabilos que despiden el humo de las llamas recién derrotadas. Qué hermoso posesivo al sevillano modo: "Mis sillas". No faltaba a la cita con el Señor en esas horas de rostros cetrinos, bufandas al cuello, cuerpos enguatados... Y la mirada puesta en el Señor que siempre escucha, atiende, consuela y perdona. Un instante para todo el año, un compromiso para toda la vida, una oración por los seres queridos, el recuerdo emocionado y agradecido de los que a su vez le transmitieron la devoción, y ese diálogo que quedaba para siempre entre el Señor y su devota, esa discreción natural en la sociedad de la sobre-exposición de las emociones.
Hoy veo a la devota que tantas veces me habló del Señor. Es viernes, se baja de un autobús en la Plaza Nueva y se agarra del brazo de su marido para iniciar un paseo hasta San Lorenzo y cumplir con el rito semanal de acudir a rezar ante ese Dios fuerte en su mansedumbre, erguido pese a las heridas y ante el que toda rodilla se dobla y todo se empequeñece. Hoy la veo cuidando de sus hijos y de los amigos de sus hijos, dándome cena y abrigo seco un Domingo de Ramos pasado por agua como no recuerdo otro, con la Estrella refugiada en la Magdalena en una jornada rota. La veo en esos días felices junto al mar, unas horas ganadas con el esfuerzo, siempre el esfuerzo, y esa capacidad de administración de los buenos padres de familia. Y siempre con ella una foto del Señor, Dios particular de sus pucheros. Veo en ella a tantos devotos de una generación que se ganó a pulso todo y que necesitó tan poco de lo superfluo para sacar adelante sus vidas y las de quienes dependieron de ellos, que vivieron de una forma que hicieron parecer fácil cualquier renuncia, estrechez o sacrificio, que tuvieron claro que solo había que pedir por la salud y que ya Dios provería de todo lo demás. Y Dios siempre fue generoso.
La vida fue rezarle cada día al Gran Poder, dar gracias por tanto recibido, no faltarle un viernes y esperarlo cada año en aquel trozo de paraíso que eran esas sillas junto a la Puerta de San Miguel. Allí se miraban los dos: el Señor y su devota. Y en el silencio de aquellas miradas cruzadas todo era pleno, expreso, rotundo y certero. Con la amanecida piaban los pájaros, se quebraban los cuerpos y todo había parecido un sueño. Seguro que la devota del Señor ha entrado en ese cielo donde todo es limpio, blanco, perfecto, puro y libre de miserias. Seguro que está donde se merecen las personas con bondad, generosas y entregadas a los demás. El Señor y la familia, los hijos y la mar, los viernes y la vida, la sonrisa de madre y la preocupación constante por los hijos como quien tiene una olla siempre en el fuego. Cuando muere la madre de un amigo también lo hace una parte de nuestra infancia. Hay una generación de padres que educaron a sus hijos y de alguna forma también lo hicieron con los amigos de sus hijos. Estamos seguros de que ella hoy solo nos pediría una oración por su alma al Señor, porque era de una generación que solo daba, nunca exigía; solo agradecía, nunca demandaba. Descanse en paz la fiel devota del Señor, brille para Ana la luz perpetua de los viernes de San Lorenzo que tantas veces alumbraron sus encuentros con el Señor. Ella acudía a verlo cada semana y Él la visitaba a ella cada Madrugada. Y en esta tierra solo ha dejado lo único que es posible dejar: el amor al Señor y a su familia.
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