Tesoros de la Semana Santa: autenticidad en la Vera Cruz de Valencina

Una escapada a los pueblos en Semana Santa nos ayuda a reencontrarnos con las raíces de la fiesta

Muchos cofrades optan por visitar algunas localidades sobre todo en vísperas del Domingo de Ramos

El paso de palio de la Virgen de los Dolores cierra este cortejo
El paso de palio de la Virgen de los Dolores cierra este cortejo / Oliva De Salteras

En ningún caso mi yo cofradiero imaginaría jamás que el primer nazareno de su Semana Santa le asaltaría lejos de la capital. La torre de la Parroquia de la Estrella, recogida y queda sobre las lomas de primitivas civilizaciones, trazaba su tortuosa cintura por las callejas del pueblo. Las más antiguas, en todo caso: aleros bajos, tejas salpicadas de musgos y ajadas en sus esquinas, puertas abiertas cuyo punto de fuga se diluye en un candilejo tenue y fantasmagórico...

El Cristo de la Vera Cruz, obra anónima del siglo XVI
El Cristo de la Vera Cruz, obra anónima del siglo XVI / M.L.R

Como aquellos antepasados del Calcolítico, levantando santuarios monolíticos con vistas al mar -a Sevilla por entonces inimaginable-, los cofrades se mimetizaban con el silencio de la procesión. Un silencio incómodo, gris, pesado, nacido de las entrañas de estos capirotes negros que reflejan su propia sombra, siendo sombras en sí mismos, sobre las cales pétreas. Unas campanas lastimeras marcaban la medianoche del Domingo de Ramos en Valencina de la Concepción. Ante nuestros ojos desacostumbrados y foráneos se proyectaba, inmenso, como una criatura mitológica asomada a un cerro costero, el Cristo de la Vera-Cruz, con los siglos desangrándose sobre la carne verdosa y pálida. Sonaba -nos parecía otra dimensión, y solo nos separaban unos metros- Amarguras, y toda impresión de extrañeza se desvaneció. Era la Semana Santa en su pureza absoluta, palpable y humana, sin relojes ni apreturas, en penitencia toda y en belleza delicada.

Conocidos y amigos, con la complicidad en los ojos, buscándonos en la oscuridad, asentíamos y admirábamos. Estos resquicios, estos soplos de aire limpio y claro, nos reconcilian con una fiesta tan infinita que la olvidamos por completo al focalizarnos en una sola. Es la Semana Santa de los pueblos. Por estas lomas se entrevé la claridad de la ciudad, que ahora mismo parece dormida, siendo también en ella Domingo de Palmas. Qué dos mundos, qué dos mitades, qué dos tiempos...

Accesible y cercana, la Semana Santa se abre paso por entre los trazados de los pueblos, que aún mantienen con pulso esta raíz primigenia. Tan solo los nombres nos sumergen en una cápsula espacial incorruptible: Vera-Cruz, Soledad, Nazareno... Mientras, la Virgen de los Dolores se acercaba salvando las estrecheces y voladizos, recatada, como una constelación única en los cielos aljarafeños. En la plaza del pueblo esperaba el crucificado, una estampa que terminó por doblegarnos de tan sencilla. La absoluta naturalidad de lo auténtico, lo que no sucumbe a complejos impostados. En paralelo, los dos pasos parecían cerrar el portón de la Semana Santa cuando, realmente, acababa de nacer.

El cortejo de la Vera Cruz por las calles de Valencina
El cortejo de la Vera Cruz por las calles de Valencina / M.L.R

Margot, Soleá... Un palio de cajón, una dolorosa cautivadora, unos naranjos abiertos, unos nazarenos enclavados en su propia penitencia, ejemplares en su desempeño. Y los vecinos: los chiquillos que corretean, los amigos en el rincón del bar, el matrimonio anciano, el abrazo del reencuentro, las manos viejas y cruzadas en la enea de las puertas... Hemos descubierto, con asombro y perplejidad, que la Semana Santa aún destila autenticidad en sus más sinceras manifestaciones. Está viva, existe, a un par de pasos y a un universo de distancia.

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