Retrato barroco de la Quinta Angustia en la noche del Jueves Santo de 2023
Este paso de misterio se considera exponente de la imaginería barroca sevillana
Volvió a ser acompañada por la Banda de Música del Carmen de Villalba del Alcor
En el año 1837, el compositor polaco Fryderyk Chopin escribe una de las páginas más célebres y trascendentales de la música mortuoria: su marcha fúnebre, que sería posteriormente incluida como el tercer movimiento de la Sonata nº2 en Si bemol mayor. Por aquel entonces, la Semana Santa de Sevilla despertaba y se sacudía de unos tiempos social y políticamente convulsos y se afanaba en recomponer su estética y manifestación.
Un número respetable de cofradías no existía, otras padecían un estado de postración significativo y otras sobrevivían realizando su estación de penitencia cuando las condiciones así lo favorecían. La Hermandad de la Quinta Angustia (que aún no se había fusionado con la del Dulce Nombre de Jesús, puesto que habría que esperar a 1851) celebraba sus cultos en la iglesia de San Alberto, en el entorno de San Isidoro, y cuatro años después de la composición de la marcha fúnebre, en 1841, se trasladaría a la Parroquia del Sagrario y a Santa Cruz. Tiempos inestables y de itinerancia en las cofradías.
El pasado Jueves Santo, mucho tiempo después -más de lo debido- me obligué a esperar al misterio de la Quinta Angustia en su regreso por la Plaza del Triunfo. La ciudad parecía paralizada, sumida en una burbuja temporal que podía estallar en cualquier momento, como inmersa en un tiempo distorsionado y raro que avanza pesadamente. Un silencio extraño, casi incómodo, envolvía las cimas punzantes de la Catedral y sobre tanta verticalidad, como quien martillea un cristal convertido en tela de araña, Jesús en su Descendimiento descomponía tanta arquitectura regia. Era el barroco, que se abría paso como un péndulo inmisericorde y decidido.
Un contraluz de almíbares y ocres parecía convertir en aceite las costuras de este Dios que trasciende su propia función: es barroco sobre barroco; esto es, movimiento en lo estático. Y como si fueran tulipanes negros, las escaleras oscilaban en las praderas de la medianoche, tal si nos asomáramos al mar de madrugada. Un oleaje pausado, lento, pero acompasado e infinito... Los Santos Varones jamás concluyeron su trabajo; y a María el llanto se le tornó en resignación, abatimiento, en dramatismo transido de esperas.
Pero en mi retina -no sé si alguna vez me había fijado en ella- se clavó, sin razones aparentes, María Cleofás, que a los pies de la escena, retirada y cauta, escondía una belleza absolutamente dislocada. El escorzo del rostro, los ojos nublados y tristes, una edad no definida entre la adolescencia y la infancia, la Sonaba la marcha fúnebre de Chopin como nacida de los adentros de la fiesta.
Siguió la Semana Santa; acabó, pasó, se perdió. Pero a día de hoy, de vez en cuando, me asalta la hipnótica figura de esta María que en sí misma, dentro de este inmortal conjunto, es la más humana encarnación de la belleza. No la olvido. Más, incluso: se me aceleran los pulsos y las memorias. Como si estuviera enamorado.
También te puede interesar
Lo último