Eterno retorno a la miseria
Los 42.000 euros que parecían solucionar las vidas de estos chabolistas los devuelve a la más profunda de las pobrezas
La mañana clarea en el asentamiento chabolista del puente de hierro. Las 41 familias que allí viven llevan ya varias horas despiertas. El primer rayo de sol los sacó de sus colchones bajo los tejados de lona y corcho. Les queda un largo día por delante. La vida del clan de Los Caracoleños está entrelazada por una cifra que ha marcado sus destinos: los 42.000 euros que les entregaron una noche de verano para abandonar un antiguo asentamiento en Los Bermejales. Lo que parecía que iba a ser el remedio para acabar con su miseria les ha conducido -ironías del destino- a la más profunda de las pobrezas. El cuarto mundo habita junto a San Juan.
Niños, jóvenes y mayores conviven con sus perros y gallinas en un terreno baldío, sin agua, sin luz y con la visita nocturna de ratas, culebras y numerosos mosquitos. La teoría del eterno retorno se aplica cruelmente en la existencia de estas personas. La familia de Horacio Soto es un fiel ejemplo. Sus diez componentes residían hace seis años en las casas prefabricadas de Los Bermejales. Allí conoció a la que es su mujer, Aurora, que desde los 8 años se fue a vivir a aquel poblado ya extinguido a base de bolsas de plástico con dinero.
Lo más curioso es que la infancia de Horacio transcurrió junto al puente de hierro, en los mismos terrenos que ahora pisa. Nunca se le pasó por la cabeza que volvería "a este infierno, donde la tierra quema". Mientras este padre de familia narra su existencia, sus hijos comen unas tostadas con manteca colorá que ha perdido toda su espesura. El calor a las nueve de la mañana empieza a notarse y por ello buscan el refugio de la sombra de su furgoneta. El último percance de esta familia lo vivieron el martes, cuando la Policía Local de San Juan arrestó a su yerno tras enfrentarse con un vecino por bañarse en su piscina. Ayer, según relata Horacio, ni les dejaron entrar en la comisaría.
Todos lamentan haber aceptado los 42.000 euros. "El trato era que nos dieran 14 millones de pesetas y no siete como al final nos entregaron, con ese dinero sólo podíamos comprarnos un piso en las Tres Mil, y así hemos acabado", afirma Aurora.
Unos cuantos metros más allá, en una de las chabolas más cercanas al río, habita Milagros Vargas con sus 10 hijos y sus innumerables nietos. Esta mujer, que enviudó la pasada Nochevieja, hace tres años que padece una discapacidad en la pierna derecha, lo que le obliga a estar sentada casi todo el día. Su único sustento es una muleta. La mayor ilusión que ha tenido en sus 60 años de vida fue la compra del piso en el Polígono Sur. Su mayor tristeza: encontrárselo "destrozado" cuando hace 20 días intentaron regresar.
Su hijo mayor, Antonio Jiménez, vive en una chabola junto a ella, su mujer y sus hijos, a los que ya ha tenido que llevar al médico en más de una ocasión por las enfermedades contraídas en el asentamiento. Antonio ha estado trabajando desde muy joven en distintas labores agrícolas, aunque ahora casi todo el tiempo lo dedica "a matar bichas y alacranes antes de que piquen a mis críos". Sus hermanas y madres mojan galletas en un café a medio calentar que beben en tarros de mermelada y en un taper ware. Es el mayor sustento hasta que llegue el almuerzo.
La venta de chatarra se ha convertido en el principal medio de vida de estas familias. Es el caso del marido de Damiana, que a los 18 años ya es madre de dos hijos, ambos nacidos durante su estancia en el Polígono Sur. El más pequeño de ellos, Juan, que no alcanza un año de existencia, celebró su santo en una chabola la pasada semana. El esposo de Damiana tuvo que abandonar su trabajo de jardinero en las Tres Mil por miedo a las represalias de otro clan en el que murió un menor tras un tiroteo, lo que obligó a todas estas familias a exiliarse del barrio en el que residían. Damiana sale todas las mañanas a buscar agua, aunque cada vez lo tiene más difícil. "A veces llego hasta Triana y luego vuelvo con toda la carga a cuestas, pero es que aquí no tenemos nada, la luz la cogemos de las farolas del puente para poder conectar un ventilador, porque si no mis hijos se mueren", asegura Damiana.
La obtención del líquido elemento es la mayor garantía de existencia. Todos buscan agua, por muy lejos que esté. Ángel Carrillo, sus primos y sobrinos la encontraron el martes en el Parque de los Príncipes. Desde allí tuvieron que volver al asentamiento con todo el peso de la calor sobre sus espaldas. Ahora su mujer, Rebeca, lava en un barreño a sus seis hijos mientras Ángel da el biberón al más pequeño de todos.
El mejor trabajo que ha tenido Ángel fue de vigilante de obra cuando vivía en Los Bermejales. El destino de su familia es una incógnita tan incierta que ni siquiera llega a planteárselo. "Hablar de futuro en estas circunstancias es perder el tiempo, el viernes [por mañana] nos echan de aquí y nos iremos al Charco de la Pava, pero también de allí nos echarán, dígame usted cómo puedo hablarle de porvenir a mis hijos", expresa Ángel, mientras una de sus sobrinas permanece absorta ante el televisor donde acaba de comenzar El programa de Ana Rosa, la mayor distracción de la familia en estas horas de plena luz.
Al lado de ellos se encuentra Aurora, que con 65 años se trasladó hace tres meses con sus 45 familiares a estos terrenos. "Es lo peor que me ha pasado, cuando ya creía que podía pasar mi vejez tranquila en una casa digna, vuelvo a la más absoluta de las miserias, después de una vida en el campo, trabajando de sol a sol", recuerda Aurora, mientras se estira su delantal de lunares, diseñado y cosido con sus propias manos. Esta abuela no puede disfrutar del más pequeño de sus 36 nietos, que nació en el poblado, como otros cuatro niños, y que ahora se encuentra con familiares que viven fuera.
Algo similar le ocurre a Ana María, que cada semana tiene que entregarle su hijo más pequeño a su hermana para que lo lleve al pediatra en las Tres Mil, donde no acude por miedo a las represalias. La vida de esta veinteañera dio un giro radical en primavera al abandonar el barrio en el que ha residido toda su vida. Allí conoció a su marido Domingo, que procedía de Los Bermejales. "Quiero volver a trabajar de niñera o limpiando casas, salir de esta miseria y poder ver a mi madre, a la que le he dicho que no venga al asentamiento, porque sé lo que es para una madre contemplar a su hija en estas condiciones", lamenta Ana María mientras que la angustia se apodera de su voz.
La mañana se hace tarde. Sale fuego de la tierra. El mejor refugio es la sombra bajo el puente. Allí se cocina y se duerme la siesta. Con la caída del sol volverán a las chabolas. Una cena rápida y a intentar dormir, si es que se puede. Mañana tendrán que irse. Como nómadas. Existencias sin rumbo fijo. Vidas sin hilvanes.
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