Licenciados y graduados

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Solemne discurso. El catedrático de Literatura Rogelio Reyes pronunció el solemne discurso académico de entrega de diplomas de Filología de la Universidad de Sevilla.

Francisco Correal

01 de julio 2013 - 01:00

SILLAS de Quidiello. Las mismas que dieron asiento a quienes asistieron a los cines de verano, los mítines de Felipe o cada primavera siguen viendo las procesiones por la carrera oficial. El patio de Filología de la antigua Fábrica de Tabacos estaba lleno de sillas de Quidiello. Que sin embargo no dieron abasto para acoger a la legión de familiares que acudieron a la solemne ceremonia de fin de curso. Una ceremonia muy especial, histórica en cierta forma. Por primera vez, coincidían los alumnos que terminaban el curso de la última licenciatura, categoría académica en vías de extinción, con los que terminaban el primer grado.

Familiares en los laterales, en los pasillos, incluso en las sillas que correspondían a los estudiantes, los verdaderos protagonistas del acto. De ordenar este caos de la calurosa tarde del viernes se encargaba Julián, una institución en la Facultad. Es el conserje, admirado por la mayoría de sus alumnos, una especie de decano oficioso. Un hombre de pueblo, de Casariche, el municipio más alejado de la capital, en plena Sierra Sur, tierra de jornaleros, y que lleva 24 años trabajando en la Universidad. Después se oyeron otras voces, pero la suya fue la primera.

Entró el Coro de la Universidad, a cuyos integrantes hubo quien los confundió con una tuna. Al frente, su director, José Carlos Carmona, un polifacético personaje: además de este cometido académico, es pianista, novelista y animador de proustianos talleres de escritura.

En la tribuna se sentaron siete profesores. En el centro, el decano de Filología, Rafael López-Campos Bodineau. Explicó la solemnidad del acto la vicedecana de Estudiantes, Gabriela Fernández Díaz. Los familiares pensarían al final que valió la pena la espera, las apreturas, la incomodidad, en un acto que fue una mágica combinación del gaudeamus igitur y el mayo francés.

En pocos eventos académicos hay una combinación tan ponderada entre la informalidad y el rigor, entre la espontaneidad y la experiencia, como la que aportaron en sus respectivas intervenciones la alumna Sara Gil, elegida por sus compañeros de las diferentes ramas filológicas (Clásicas, Inglés, Alemán, Francés, Árabe…) y Rogelio Reyes, catedrático de Literatura, culpable de numerosas vocaciones literarias, humanísticas e incluso periodísticas en esta ciudad y antaño presidente de la Academia de Buenas Letras.

La alumna hizo un recorrido por el tortuoso camino de las vocaciones y los descartes, ese territorio donde habita el azar. La chica que de niña soñaba con ser astronauta, presidenta, bombero o princesa y que encontró la horma de su zapato, esos estudios de Filología que son, dijo literalmente, "como un traje negro con fondo de armario", que valen para un roto y para un descosido. Fue admirable su desparpajo en un ámbito tan académico, su capacidad de vencer con humor el famoso miedo escénico.

A Rogelio Reyes le honra que con tantos trienios en su currículum no se limitara a cubrir el expediente. Fue hermosa y comprometida su pieza de despedida a los que, con el dardo en la palabra, parafraseando a Lázaro Carreter, no se irán jamás. Lleva más de medio siglo enseñando en estas aulas. Junto a Pedro Piñero, los auténticos decanos en el sentido de veteranía. Acudió a la etimología: decano era el que mandaba a diez soldados o a diez monjes. Mitad monje, mitad soldado.

Sara Gil mencionó a Julián, el gran captador de estudiantes para la donación de sangre. Y Rogelio Reyes completó el elenco de nombres con una muy cualificada biblioteca de referencias. Glosó el amor a la palabra con tres fuentes muy autorizadas: un soneto de Quevedo, una carta de Maquiavelo y unos versos de Borges cuando el argentino dirigía la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Se detuvo en sus clásicos: Bécquer, Blanco White, Juan Ramón, "inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas", Antonio Machado y su maestro francés, Henri Bergson, el mismo que diferenció entre el tiempo cronológico y el tiempo de la conciencia. No hay más que ver un partido de fútbol para saber que el tiempo no significa lo mismo para el que gana que para el que pierde. Y encontró en Nieztsche al patrono de estos licenciados y graduados. Graduada en el caso de mi hija Andrea, la que me permitió ser testigo de esta apoteosis de las sillas de Quidiello. Dijo Nietzsche que filólogo es el que lee con lentitud y con amor. Sin prisa pero sin pausa.

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