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Sevilla

La sombra del ciprés es pantanosa

  • Un director de cine de Brooklyn se ha interesado por una novela del Polígono Sur En 'La Zúa' Antonio Ortega, con la voz de un niño, reconstruye la historia de la "playa de los pobres"

Siempre se pone una alfombra bajo los pies porque Antonio Ortega (Sevilla, 1971) escribe a compás. El compás "tres por cuatro" de la soleá y de la bulería. Su abuelo se llamaba igual que él y fue cantaor aficionado. A compás le ha salido un libro, La Zúa (En Huida), en el que le da vida a un niño de diez años que cual lazarillo acompaña a su padre en el duro trasiego de intentar vender la chatarra. "Los recuerdos son míos, el ritmo el de mi hijo Manuel, que tiene diez años".

La mudanza la hicieron en un isocarro desde las Casitas Bajas a las Tres Mil Viviendas. Los padres de Antonio son del Cerro del Águila. Se casaron y vivieron en un secadero de pieles. Después les dieron vivienda en una de las antiguas casas prefabricadas del Polígono Sur que ocupan sólidos bloques de pisos de la Avenida de la Paz. "Mis cinco hermanas estudiaron en el colegio de La Paz". Antonio era el benjamín, la punta del iceberg de este quinteto que nació en un contexto de Bernarda Alba y derivó al de Bernarda (y Fernanda) de Utrera.

Los Ortega tenían por vecino al tío Raimundo, el abuelo de Rafael y Raimundo Amador. Un gitano cabal, así lo recuerda Ortega, que tenía su propio concepto del cambio climático. "Tenía un baño de cinc donde en invierno hacía la candela y en verano nos bañábamos todos los niños". Vivían entre muros: el de Hytasa construido para la fábrica, y el de Bami, el de la vergüenza, un muro ferroviario alusivo a un tren "al que le decíamos la cochinita".

Las Tres Mil Viviendas era Nueva York. "Para nosotros fue una explosión de júbilo y alegría. Eran los mejores pisos de Sevilla. Decían que los hicieron para los militares y que la barriada de Las Vegas era para acoger a parados de alta graduación". El niño de seis años llega a los Verdes. De ahí su empeño infantil en derrotar al equipo de fútbol de los Coloraos. En las Tres Mil Viviendas descubre la Zúa, "creo que era el nombre de un viejo molino", objeto de su primera novela, que va por su segunda edición y por la que se ha interesado, descartados dos intentos que abundaban en el tópico, un director de cine andaluz afincado en Brooklyn.

Todo empezó el día que García Márquez le leyó a Antonio Ortega Relato de un náufrago. Su cuñado fontanero, el marido de su hermana Reme, la mayor de las cinco, tiene los mismos apellidos que el escritor colombiano. "Estuve una temporada en cama y mi cuñado me leyó el libro entero. Me gustaba la poesía y me metió el gusanillo de la narrativa".

La Zúa es ahora el Parque Guadaíra. Limita con el Polígono Sur por Las Vegas y la barriada Martínez Montañés. La atraviesa la carretera de Su Eminencia que cogían cada domingo para ir al campo del Betis. "Le dábamos una patada al balón y decíamos gangrena el último. Gangrena en el argot era mariquita". Algún lector de la novela, vecino con trienios, ha recordado la zona cuando era "la playa de los pobres. La gente se llevaba la sombrilla y los termos de café". Después se convirtió en un vertedero natural donde se podían encontrar desde animales muertos a muebles viejos, sin descartar algún ahogado de quienes intentaran huir del canal de los Presos sin saber que se iban a encontrar con este ramal del río Guadaíra.

De aquella historia sólo quedan en pie los cimientos de un castillete. Lo demás es un paraíso subdividido en una zona bulevar y una zona dehesa, la primera con árboles de hoja perenne, la segunda de hoja caduca. Zonas separadas por una olmeda, con rarezas como el ciprés de los pantanos, tipo de árbol que le da al entorno un aire de Mystic River.

El niño que fue es un superviviente. La droga hizo estragos en el barrio y muchos cayeron. No sabían lo que era el realismo mágico, pero lo practicaban en los tesoros que encontraban en los basureros: una colección de pelucas, trajes de servicio, de criada y mayordomo, procedentes de alguna casa de alcurnia, y libros de algún expurgo con aviesas intenciones. Uno de esos libros era de Julio Cortázar y lo leyó Antonio, "entonces no entendía nada", con la edad del niño que protagoniza su historia. Con el tiempo se convirtió en uno de sus tres escritores de cabecera. Los tres argentinos: Sabato, Borges y Cortázar. Por eso para su segunda novela ha elegido como hilo conductor una historia de las madres y abuelas de la plaza de Mayo. Huérfanas de sus hijos y nietos.

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