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Aquellos pies picados...

  • El Sevilla le da su sitio a Lora, un labrador del fútbol que desde ir a entrenar tras escardar arroz en la marisma se convirtió en internacional. García, atracción en el gran día del 'Gran Capitán'.

Lo que hoy los licenciados en Ciencias de la Actividad Física y el Deporte llamarían "umbrales anaeróbicos" o "entrenamientos interválicos extensivos o intensivos", para Enrique Lora era correr más que el contrario, no cansarse, cambiar de ritmo, aguantar la velocidad en carrera... En los setenta no había curvas de rendimiento y del ácido láctico en un equipo de fútbol, ni flores. Con Siete Pulmones era bastante. Todo el mundo podía entenderlo. Y respetarlo.

Ayer el Sevilla posiblemente hizo justicia más que en ninguno de los Dorsales de Leyenda anteriores al premiar la carrera -y la vida, más importante aún, no lo olvidemos- de un hombre y un futbolista hecho a sí mismo. Trabajó de niño para sacar a su familia adelante tras la muerte de su padre en una época, en plena Posguerra, en la que las madres no trabajaban fuera de casa y apretó los dientes y los puños tanto que nunca olvidó lo pasado y jamás dejó de sentir, en sus pies húmedos, las durezas de aquellas botas recias que nada tienen que ver con las que las firmas deportivas regalan a los chicos de la cantera, como su sobrino nieto, Álvaro Lora, tan rápido extremo como certero cazador.

Porque Enrique Lora se iba a entrenar con los pies picados después de horas y horas de escardar arroz en las marismas de La Puebla. Y no todo fue fácil. El Sevilla le dio la carta de libertad con 15 años al quitar el equipo juvenil en el que militaba. Pedro Marcos, quien después lo llevó al Sevilla, lo recogió en el Hispalense, donde sus compañeros le pagaban el tranvía y uno de ellos, Miguel Royo Balbontín, luego cirujano, le curaba aquellos pies reventados que no paraban de correr.

Por eso, cuando José María García escribió aquello de "un impuesto" de la Federación en su primera convocatoria de la selección no tardó en subirse al autobús en el que viajaba el veterano periodista para decirle a la cara: "Te voy a demostrar que no soy ningún impuesto". La célebre voz de las noches de tantos años de fútbol contó el relato íntegro. Es más, fue invitado para que lo contase y lo contó, aparte de muchas cosas más, verdades como puños, al margen. Escribía en el diario Pueblo y relató que Kubala le reveló esta "imposición" por jugarse el partido en Sevilla. Pero García, lo que oyó en aquel autobús en Oromana, pudo comprobarlo con sus propios ojos. Enrique hizo un partido memorable y tituló al día siguiente: "Lora, impuesto de lujo".

Lora, séptimo Dorsal de Leyenda, esculpió su historia en los años recios en los que la pana se apreciaba más que la seda. Nadie dudaría que el verso más de moda del himno de El Arrebato fue inspirado en su juego. Con Lora en el campo el Sevilla nunca se rendía y así, en 335 tardes con el escudo en el pecho. Ni siquiera faltó el día del entierro de un hijo, para el que no se olvidó de preparar la bolsa (cuando los futbolistas llevaban mucho más que el neceser de ahora) porque el Sevilla se jugaba ante el Zaragoza un posible cruce contra el Barça que dejaría mucho dinero.

Un futbolista de otra pasta que en tres horas largas de acto con personalidades de todo tipo y ex compañeros no tuvo que escuchar ni una sola vez la palabra cojones o su eufemismo más extendido: testiculina. Lo de Lora era mucho más que testículos.

Recibió la Medalla de Oro de la Federación Española de manos de Villar, a quien por supuesto cansó en el campo, de la Andaluza de manos de Herrera... pero sobre todo recibió el cariño del sevillismo y también de Huelva por su paso por el Recre. Desde Manolito Pérez, a quien García saludó con más efusión que a nadie, hasta Jaime el utillero. Yiyi, Montero, Paco, Santos Bedoya, Sanjosé, Rubio, Gallego, Blanco, Isabelo, Álvarez, Baby Acosta, Juanito, Costas, Eloy... y ni los béticos faltaron: Cardeñosa, García Soriano, Bizcocho y Rogelio estuvieron con el ídolo de aquellos niños que no sabían nada de cómo sacaba los pies del agua para calzarse aquellas recias botas y... correr, regatear y volver a regatear hasta no cansarse nunca.

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