Crítica 'Puro vicio'

Una tragedia (grotesca) americana

Puro vicio. Comedia-drama-thriller, EEUU, 2014, 148 min. Dirección y guión: Paul Thomas Anderson (guión basado en la novela Vicio propio, de Thomas Pynchon). Fotografía: Robert Elswit. Música: Jonny Greenwood. Intérpretes: Joaquin Phoenix, Josh Brolin, Katherine Waterston, Owen Wilson, Reese Witherspoon, Benicio del Toro, Joanna Newsom, Martin Short, Hong Chau, Jena Malone, Jordan Christian Hearn, Michael K. Williams. 

Está queriendo Paul Thomas Anderson -uno de los dos o tres mejores directores americanos de estos últimos años- ir creando un fresco (a lo Juicio Final de la Sixtina) de los Estados Unidos, del inframundo del porno de Boogie Nights a la despiadada fuerza emergente de Pozos de ambición, de las desolaciones urbanas de Magnolia a las pérdidas de sí de los ex combatientes y -otra vez los inframundos- de las sectas de The Master, del espejismo desolado de Las Vegas de Sidney a los espejismos amorosos y consumistas de Embriagado de amor. Tal vez. De ser así Puro vicio se situaría en una línea intermedia entre The Master y Embriagado de amor -para mí la más débil de sus películas- sumando al fresco americano una pintura desarticulada, obsesiva, voluntariamente grotesca y desquiciada, de los Estados Unidos fumados, hastiados, cínicos, pasivos, desencantados y hippies de los años 70. En un tono que podría ser el de alguien que viera El sueño eterno de Hawks, El largo adiós de Altman y Klute de Pakula a la vez en una pantalla triple tras haberse fumado un kilo de marihuana y beberse tres o cuatro botellas de whisky.

Es posible que los lectores de la novela de Thomas Pynchon (a quien no he leído) no la acaben de reconocer. Es muy posible que algunos amantes del cine de Paul Thomas Anderson se sientan defraudados. Es seguro que quien vaya al cine, con todo el derecho del mundo, para que le cuenten una comprensible historia de detectives salga aburrido, si no cabreado. Pero... Pero es Paul Thomas Anderson. Esto no quiere decir culto a la personalidad, sino reconocimiento de un talento superior: las imágenes son aplastantes, se tiene la sospecha de que tras lo que parece -y tal vez en parte sea- la arrogancia de un ego desmesurado hay también un minucioso cálculo que ha medido la composición y la luz de cada encuadre con un peso de precisión, haber concebido el montaje como un laberinto y haber dirigido vampíricamente a los actores hasta hacerles olvidar quienes son para convertirlos en criaturas de Paul Thomas Anderson.

¿Nos interesan estos tipos? No, salvo que se tenga pasión por la dorada/drogada California de los 70. ¿Nos interesa lo que les pasa? No, porque -por favor, no mientan- nadie se entera de lo que sucede. Pero, como si la pantalla fuera una pared afectada por humedades, la película no cesa, desde su inicio, de exudar tristeza -pese a que juegue a ser comedia-, desolación, pérdida, confusión, muerte y un sentido del absurdo kafkiano. Es una América que se derrumba en cámara lenta -con la misma pastosa lentitud con la que hable el siempre fumado protagonista (soberbio Joaquin Phoenix)- arrastrando con ella lo burgués y lo contracultural, la mafia y el FBI, las drogas y las sectas, los ex progres fumados y los moteros neonazis, los magnates y las ratas de los submundos, los estúpidos movimientos radicales de liberación y la estúpida corrupción institucionalizada...

Podría irritar su megalomanía de autor si cada plano -y no exagero: cada plano- no contuviera tanta verdad. ¿Qué verdad? No lo sé. Pero verdad. Si los rostros no fueran tan desoladores paisajes de tristeza o de abyección podríamos pensar que todo es impostura. Pero no lo es. Película de amarse o de aborrecerse. Pero que vale la pena ver si interesa el desarrollo de uno de los más poderosos estilos cinematográficos de uno de los mayores creadores actuales. No hace falta que les diga que la combinación de la música y el montaje es hipnótica: es Paul Thomas Anderson.

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