Renta universal, ¿podemos?

el poliedro

La personalidad fiscal del español y nuestra economía poco tienen que ver con, por ejemplo, las de FinlandiaAsegurar una renta básica implicaría multiplicar impuestos y desorbitar el déficit

José Ignacio Rufino

17 de junio 2017 - 02:34

De la mano de la corrosión social que supone el aumento de la desigualdad y la terquedad del desempleo crónico, mucho se viene hablando en España de la llamada renta básica universal (en adelante, RBU), que consiste en un ingreso fijo que todo ciudadano recibe del Estado, sin tener en cuenta si los beneficiarios tienen otras rentas. En puridad, una vez instaurado el sistema, la RBU se percibe aunque la persona no tenga voluntad alguna de acceder a un empleo en su vida; sea rico o pobre. Digamos que es equivalente a otras rentas o prestaciones percibimos de la Seguridad Social, es decir, la llamada sanidad pública gratuita -esto último es un decir; gratis no sale: alguien paga-, o el derecho de cualquier persona a acceder a la enseñanza pública también sin pago directo a cambio. Sus partidarios alegan desde cuestiones éticas, como la erradicación de la pobreza extrema, a posibles beneficios sobre la demanda y la mejora de la actividad económica. Se espera que haya otros efectos benéficos para la comunidad, como la reducción de la picaresca en las ayudas públicas, e incluso la disminución de la criminalidad.

Suele mencionarse como referente en este asunto un experimento de RBU acometido en una zona de Finlandia que persigue analizar tras varios años de establecimiento del sistema cuáles son sus efectos en la estructura económica, el empleo y en ciertas magnitudes sociales de forma comparada con otros territorios de referencia en los que no se haya implantado. Para trasladar este sistema a un país como España es irrenunciable tener en cuenta que la estructura económica española, nuestro sistema de incentivos, la calidad de nuestras instituciones políticas y gubernamentales y la propia actitudcolectiva de los ciudadanos españoles no son idénticos a los de los finlandeses, ni por asomo. Y sobre todo cabe mencionar una gran diferencia: los impuestos de cada país… y la actitud fiscal de los contribuyentes de allí y los de aquí. Mientras que allí es normal pagar el 50% de la renta en impuestos, tener un IVA aún más alto que aquí y la defraudación de las obligaciones tributarias se considera un feísimo pecado social, en España podríamos decir que las cosas son bien distintas: sin distinción de ideología, profesión, sexo, residencia y lo que ustedes quieran, la mayoría de las personas paga impuestos a regañadientes y, si puede escaquearlos, los evita. Y la RBU consiste en esencia en eso, en impuestos.

Según un estudio de referencia (Red Renta Básica, J. Arcarons, D. Raventós y L. Torrens, 2010) un renta digna de subsistencia asegurada de unos 7.500 euros al año por adulto y 1.500 euros por menor de edad para 44 millones de perceptores supone un coste para las arcas públicas de 280.000 millones de euros. Ha leído bien, no sobran ceros: un gasto extra equivalente al 25% del PIB. Calibremos la cifra con una sencilla comparación: si hacemos palmas con las orejas con que el PIB del país crezca un dos o un tres por ciento, ¿cómo vamos a financiar la RBU? Con impuestos, claro, pero ¿da el contribuyente español para tanto, con la legión de desempleados sin contribuir por IRPF, con una importantísima economía sumergida y una casi congénita impronta de reluctancia a tributar? Seamos francos: resulta imposible. Sin embargo, la izquierda más izquierda (Podemos) y la más socialdemócrata pero acomplejada y acosada por aquélla (PSOE) hacen bandera de la RBU o, en el caso socialista, de iniciativas de barra libre como la de la Junta de Andalucía y su reciente anuncio de la universidad gratuita (de nuevo: lo de gratis es un decir), con el punto de mira en recuperar votos jóvenes que se fueron a Podemos. Pero no olvidemos: alguien debe pagar la factura. ¿Da España y Andalucía para esto?

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