Crítica de Música

Monteverdi: tan dulce tormento

Tras el Monteverdi sacro de las Vespro, con el juego de homenajes póstumos a la polifonía clásica y los giros hacia un estilo representativo, la jornada de ayer nos llevó al Monteverdi más radicalmente revolucionario, al verdadero inventor del poder evocador y conmovedor de la palabra cantada, al progenitor de la ópera y de la canción.

El programa diseñado por García Alarcón, en el que hay que alabar el encadenamiento de las piezas sin apenas pausas para evitar la desconexión emocional de los repetidos aplausos, se vio reforzado por una puesta en escena muy efectista mediante los juegos de iluminación y los desplazamientos de la cantante. Pero por encima de todo estaba esa maravillosa selección de lo mejor del Monteverdi íntimo, el de la monodía acompañada que hace de la voz sola el vehículo esencial para la transmisión de emociones.

Emöke Baráth dio sentido al lenguaje teatral de la música de Monteverdi

Y a fe que se logró. Alarcón planteó un continuo rico en juegos de colores y en alternancias tímbricas perfectamente secundados por unos magníficos instrumentistas que, además, siguieron fielmente los cambios de intensidades y de ritmos marcados por el director, como se puso de manifiesto, sobre todo, en Quel sguardo sdegnosetto.

La soprano húngara Emöke Baráth es todo un descubrimiento. Voz fresca, de bellas tonalidades, nada plana, de emisión canónica y magnífica proyección incluso en los pasajes en pianissimo, sobrada de recursos en materia de agilidad (brillante Laudate Dominum), desplegó un fraseo lleno de acentos y de inflexiones, lleno de sensibilidad y de significado dramático.

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