Nunca he sido simpatizante de Risto Mejide. Viendo el último Chester comprendí por qué instintivamente tiendo a alejarme de él. Lo sintonicé por Andrés Aberasturi, a quien siempre es un gusto escuchar. A sus 69 años, una edad en la hoy día todavía se es joven, lo encontré avejentado. Y no sólo físicamente. Su actitud era de derrota. De despedida como indica su último libro, que parece fue a vender al plató. No se me ocurre otra excusa por la que el veterano comunicador fuera capaz de someterse a estas alturas a semejante ejercicio de exposición.

Porque Risto Mejide, digámoslo alto y claro, fue a lo que fue. A hurgar en la herida. Y una vez hizo sentirse a su invitado cómodo se lanzó sobre la presa como sólo él sabe hacerlo. Agarrándolo por el cuello sin soltarlo hasta el instante final del encuentro. Había que hablar del hijo de Aberasturi que nació con parálisis cerebral. Erre que erre. Dale que dale. Por activa y por pasiva.

La entrevista fue modélica, por cuanto era muy difícil apearse de ella una vez habíamos picado el anzuelo. Pero el tono, para alguien sensible como quien les habla, resultó obsceno. A veces nos preguntamos qué es la pornografía sentimental, y damos largos rodeos para teorizar sobre el asunto. Pues bien, en la práctica, en el Chester del pasado domingo en Cuatro tuvimos un ejemplo paradigmático de lo que este humilde cronista entiende por tal.

Risto hurgó, hurgó y hurgó, y la jugada le salió redonda porque el hombre que tenía a su lado, sincero y razonable, le regaló unos testimonios desgarradores, rotundos entoda su expresión ¿Pero dónde queda el pudor entre lo público y lo privado? A lo largo de mi vida he mantenido con frecuencia conversaciones tan intensas como la que protagonizaron Risto y Aberas. Pero sin que salga al exterior, en la privacidad más absoluta... No se me ocurriría hacerlo de otro modo.

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