La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El desgarro de la muerte en el Parlamento de Andalucía
El poliedro
MAL de muchos, consuelo de tontos, dice ese refrán que simboliza el sentimiento que ha movido a más de uno, aquí por el Sur, a sentir un cierto alivio al ver que no sólo en Andalucía se "trinca" con la coraza de los votos democráticos: en los palaus de la música y en los ayuntamientos catalanes también cuecen mongetes, que así se llaman las habas (o algo parecido) allí. La línea de la costa nostra, desde Cataluña hasta Portugal, pasando por Valencia y Andalucía, está salpicada de vergonzosos "convolutos", que decía aquel embajador alemán, Guido Brunner, ya fallecido. Contubernios y mangazos por doquier, propios de un país en la senda de la banana, el nuestro. Como es cierto que los sobornos y las componendas delictivas han sido un rasgo maquillado de nuestra economía durante los años del subidón, es cierto también que, en los dos años y pico que llevamos de bajonazo, la vida pública española se ha ido envenenando, dejando los trapos sucios al aire. Antes que el mercado laboral rígido y dual; antes que unos mercados energético y de telecomunicaciones todavía por liberalizar; antes de la verdadera reforma del comercio; antes de todo eso, está un problema principal, originario: el de la corrupción creciente, el gran cáncer de la vida política y económica -con mayúsculas- en nuestro país. Un mal transversal que salpica a todo y que no sólo no remite, sino que crece sin pausa. La naturalidad con que asistimos a la desfachatez y el cinismo pijo de Ricardo Costa (o al de la familia Pajín, Leire incluida: cada uno, en su registro), la indolencia con que convivimos con el ya clásico circo bandolero marbellí, la patente de corso de la añeja poca vergüenza (presunta, OK) de Alavedra o Prenafeta; la corrupción española, en fin, es el gran problema estructural, y quizá nuestro verdadero problema económico. Desde este detestable estado de cosas al populismo, a la simplificación de la realidad y a la venida de nuestros berlusconis -recuerden que un día existieron en Italia la Democracia Cristiana y el Partido Comunista-, pudiera no haber mucha distancia. La corrupción es el principio del fin del sistema, al menos tal y como éste está concebido ahora mismo. Esta debacle institucional se acelera enormemente con la crisis, tan profunda y maligna como nadie había predicho (visionarios a posteriori excluidos).
Esta semana ha teñido más de gris el escenario de nuestras relaciones sociales, de nuestra economía, por tanto. Llueve sobre mojado. Ciertas noticias no ayudan a mantenerse optimistas. Con un oponente débil y debilitado -el presidencial Zapatero-, el PP se está cargando una oportunidad histórica de entrar a gobernar cuando se prevé, Dios lo quiera, que España retome la senda del crecimiento: un aval para gobernar dos legislaturas. La oposición no sólo no ayuda al país, es que no se ayuda a sí misma, lo que quiera que sea esa amalgama de ambiciones mal disimuladas que simboliza al Partido Popular a día de hoy. Castilla la Vieja pone cordura y cierta dignidad en este triste panorama: el presidente de Castilla-León, Juan Vicente Herrera (un outsider, por otro lado), ha condicionado en estos días su continuidad como político candidato del Partido Popular a que se acabe, de una vez, la pelea de gallera de su partido con la excusa de Caja Madrid, y las veladas amenazas de tirar de la manta de Costa&Cía. En este puente de los Santos y de los Difuntos, no está de más pensar en resucitar la decencia. O lo hacemos, o nos veremos abocados, como Quevedo, a mirar los muros de la patria nuestra, si un tiempo fuertes, ya desmoronados. A pasarlo bien.
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