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28-F: Economía

Para salir de la crisis hay que aumentar la competitividad y reducir el gasto público

No existe una terapia sencilla para una situación tan compleja como la que atraviesa la economía andaluza, pero de las anteriores reflexiones se deriva que tenemos problemas coyunturales y otros estructurales que convierten la salida en más problemática. La tendencia política es abordar los problemas más dolorosos como el paro y cierre de empresas con terapias de alivio aumentando el gasto público en ayudas y subvenciones, pero, además de la práctica imposibilidad de ese ejercicio por el elevado déficit público, tales actuaciones sólo servirían para aliviar temporalmente los síntomas. Es el momento por tanto de abordar con seriedad una reestructuración económica que nos permita la sostenibilidad del crecimiento en el medio y largo plazo. Para ello dos son los objetivos prioritarios: equilibrar nuestra demanda con la generación de renta y mejorar la competitividad de nuestro sistema productivo.

El primero de estos objetivos exige un programa de austeridad que debe afectar a los consumidores y a las administraciones públicas. La austeridad del sector público regional debe concretarse en una notable reducción del gasto corriente y en la contención del gasto social, opciones sin duda muy impopulares. Las administraciones deben reducir su peso y aumentar su eficiencia, lo que inevitablemente pasa por una contención (incluso reducción) de los salarios y la disminución del empleo público. Esto último es difícilmente abordable en el caso de los funcionarios, pero existen otros empleados públicos donde se pueden realizar ajustes, como lo están realizando tantas empresas. En particular, en Andalucía se ha ido generando un complejo entramado de entidades (empresas públicas, fundaciones, institutos o consejos) en torno a la Junta de Andalucía y las corporaciones locales, no siempre bien controladas. La baja eficiencia o duplicación de funciones de algunas merecerían una evaluación independiente sobre la conveniencia de su existencia o ajuste productivo.

En cuanto al gasto social, es el gran tótem intocable de los discursos políticos. Es ampliamente compartida la conveniencia de un elevado gasto social en aras de la solidaridad y la cohesión social, pero la pregunta es ¿cuánto gasto social?, ¿podemos pagarlo con nuestros recursos? ¿es sostenible en el tiempo? La respuesta a estas preguntas es que deberemos reducirlo en alguna medida y de manera selectiva si queremos asegurarlo a largo plazo. En este sentido, parecen poco prudentes algunas iniciativas políticas en estos momentos, como la ley de vivienda aprobada la semana pasada, que convierte el derecho a la vivienda en un derecho exigible. En los próximos años habrá que financiar un gasto extraordinario para atender las decenas de miles de demandas de vivienda de los andaluces con derecho potencial a reclamarlas... y de los que vengan a empadronarse en Andalucía al calor de tan pionera norma.

La austeridad también compete a las familias, que deben ajustar su gasto a su renta. Parte de ese ajuste ya se ha ido realizando, como se desprende de la fuerte reducción del consumo y el paralelo aumento del ahorro. Pero, dado que el consumo privado es el principal componente de la demanda regional, no es deseable que se produzca una fuerte contracción del mismo, por lo que es recomendable que aquellos que mantienen su nivel de renta y riqueza (la mayoría, a juzgar por las encuestas) sigan consumiendo de forma semejante al pasado, mientras que se debe demandar prudencia a aquellos sectores con rentas más inciertas hacia el futuro.

Paralelamente a la estabilización anteriormente referida, la mejora de la competitividad de la economía andaluza es la clave para asegurarnos un futuro de prosperidad. Sin embargo, es una tarea compleja y con resultados en el medio plazo, pues exige mejorar la cualificación de los factores que intervienen en el proceso de producción y el buen funcionamiento de los mercados y de las instituciones, y para ello se ha de ser decidido y perseverante en el tiempo. La mejora de la competitividad debe traducirse en un cambio en la estructura productiva para que adquieran más protagonismo actividades de mayor valor añadido, basadas en tecnologías y capital humano más cualificados. Esta tarea compete fundamentalmente a las empresas y empresarios, que han de trocar la costumbre de producir para el mercado local y, en muchos casos, al abrigo de subvenciones y protecciones, por salir a los mercados exteriores con productos y servicios más basados en la innovación. Pero, aunque las empresas han de ser las protagonistas del proceso, la mejora de la competitividad no podrá producirse sin el concurso de la sociedad que aporta el factor humano, el más decisivo de todos los factores de producción, al que debe exigirse más esfuerzo y cualificación. Las administraciones públicas también deben tener una actitud menos paternalista y clientelista prodigando subvenciones y ayudas, y concentrándose en lo que las empresas esperan de ellas: que les paguen a tiempo, que realicen más inversión productiva, que reduzcan la burocracia, que las regulaciones sean de más calidad y que les permita proyectar su actividad en un contexto de estabilidad y seguridad jurídica.

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