Mantegna y el santo protector contra las epidemias

Arte para el confinamiento

El pintor abordó en tres cuadros diferentes la figura del santo, que vinculaba a los perdidos ideales clásicos

Detalle del 'San Sebastián' de Viena.
Detalle del 'San Sebastián' de Viena.
Juan Bosco Díaz-Urmeneta

07 de abril 2020 - 06:00

El protector contra las epidemias era San Sebastián. Destacado miembro de la guardia pretoriana, al declararse cristiano lo condenan a morir asaeteado. Los medievales asociaban flechas y espidemias: ambas llegan, pensaban, por el aire y sin ruido. ¿Guardarían también la memoria de Apolo: el dios que con sus rayos de luz fecunda la inteligencia y fertiliza la tierra, pero cuyas flechas siembran la enfermedad, como la que diezmó los caballos de los griegos ante los muros de Troya?

Desde la peste negra crece el culto a San Sebastián. Su figura es a veces la del soldado romano; otras, la de un gran sacerdote que media ante Dios y por fin, la del mártir: en el rigor del tormento, aparece bajo un bosque de flechas que oculta literalmente su cuerpo. Todo cambia en el siglo XV: San Sebastián es un pretexto para pintar sin riesgos un desnudo y su figura se convierte en bello efebo o en réplica de héroes o dioses.

Mantegna (Piazzola sul Brenta, 1431-Mantua, 1506) pintó tres cuadros de San Sebastián. El primero (témpera sobre tabla, 68 x 30 cm, Museo de Historia del Arte, Viena), casi un efebo, pudo hacerlo -la fecha se discute- viviendo aún en Padua, tras la peste que padeció la ciudad.

El 'San Sebastián' del Louvre.
El 'San Sebastián' del Louvre.

El segundo, que conserva el Louvre, suele datarse en 1480. Es una pieza de ambiciosas dimensiones (255 x 140 cm), hecho a la témpera pero sobre lienzo, quizá para facilitar el traslado a Francia, con motivo del matrimonio de Clara Gonzaga con el Delfín de Auvernia. Aquí, el santo protector no es un jovencito sino un varón con la entereza de la escultura clásica. Trabajada desde un bajo punto de vista, la figura compite con la gran columna y la cabeza con el elaborado capitel. Su pie derecho reproduce el fragmento de una escultura, a la izquierda del cuadro. Frente a este temple épico, la ciudad, al fondo, parece indiferente a los restos clásicos en los que vive, y en primer plano, los verdugos, con rasgos naturalistas, muy distintos a los del santo, parecen menestrales o bandoleros medievales, no soldados romanos. El cuadro hace pensar: ¿invoca a San Sebastián, víctima cristiana del paganismo, o lamenta el ocaso de los ideales clásicos, ignorados y quebrantados por la cultura medieval?

La aguda mirada de Roberto Longhi advirtió en Mantegna una tensión entre el porte clásico de sus figuras y un acusado patetismo que paradójicamente lo aparta del clasicismo: ¿pudo brotar esa tensión del entusiasmo por el modo de vida de los antiguos y la convicción, paralela, de la imposibilidad de recuperarlo?

La última de las versiones de Mantegna de San Sebastián, que puede verse en Venecia.
La última de las versiones de Mantegna de San Sebastián, que puede verse en Venecia.

Mantegna fue un estudioso de la antigüedad. Su inquietud pudo nacer en el taller de Squarcione, su maestro, que reunía restos clásicos y a veces comerciaba con ellos. Emancipado ya del maestro y con sólo 17 años, Mantegna recoge en los frescos de la Capilla Ovetari, Padua, arquitecturas, relieves y epigrafías romanas. Más tarde repasa, atento, los cuadernos donde su suegro Jacopo Bellini dibujaba restos antiguos. Se relaciona además con expertos en latín y griego, y con antiquarii, que hoy llamaríamos arqueólogos. Pronto lo consideran (no sólo sus patronos, los Gonzaga) un experto capaz de precisar el valor y la autenticidad de antigüedades. Inicia su propia colección y la coloca en una casa bajo el lema Ab Olimpo. Todo parece indicar, según los expertos, que veía en la antigüedad clásica no un fondo de recursos artísticos sino un ideal lamentablemente perdido porque era más grandioso y equilibrado que el del tiempo que le había tocado vivir.

Mantegna pintó un tercer San Sebastián. Tras su muerte, Ludovico, su hijo, lo halló en su estudio (lo conserva la colección Franchetti, Ca’ d’oro, Venecia). Es distinto a los anteriores. Aunque también de ambicioso formato (213 x 95 cm), pintado a la témpera sobre lienzo y desde un bajo punto de vista (que eleva la figura), la obra es mucho más pictórica. Lejos de ser, como la anterior, réplica de una escultura, la figura, encerrada en una estrecha hornacina, surge de un fondo sombrío y se modela en la luz, no por la línea. Mantiene la entereza de la figura del Louvre pero cruzada por el dolor. Abajo, a la derecha, arde un cirio con una leyenda: “Nada permanece sino lo divino. Lo demás es humo”. Muchos relacionan la obra con la dura vejez de Mantegna: la relación con los Gonzaga se enfría, Isabella d’Este, regente de Mantua, no sintoniza con la dureza de sus figuras y las deudas obligan al artista a vender a sus patronos algunas de sus piezas más queridas. Pero el cuadro parece una de esas obras que los artistas pintan para sí mismos y más que desahogo psicológico ante circunstancias adversas, se antoja el fin de una larga meditación. Si el ideal clásico no ha de retornar, queda aceptar el tiempo, la propia caducidad, aunque con la entereza de los olvidados héroes que son algo más que modelos para el arte o aura de prestigio para nobles cultos.

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