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De libros

Cervantes dado al mundo

  • Ignacio Padilla explora en un ensayo ganador del Premio Manuel Alvar la asombrosa complejidad del mundo que conoció el autor del 'Quijote', en el que las 'verdades' del viejo orbe medieval devinieron insuficientes.

Cervantes en los infiernos. Ignacio Padilla. Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2011. 29 páginas. 20 euros.

Desde La bruja de Michelet, desde Heinrich Heine y Los dioses en el exilio, una solvente bibliografía se ha ocupado de historiar, no los pasos diurnos del ser humano, su clara estratificación política y social, sino aquel deambular nocturno donde el hombre, investido por el viejo mito, recupera su temor a lo sagrado. Llegamos así a la moderna obra de Eliade, de Delumeau, de Carlo Ginzburg, de Caro Baroja, cuyos notables méritos se deben, en buena parte, a su desvelamiento de un orbe irracional, hasta entonces excluido de los anales históricos. A este meritorio linaje pertenece el libro del cervantista mexicano Ignacio Padilla; libro galardonado con el Manuel Alvar de Estudios Humanísticos 2011, y cuyo título expresa con claridad la intención y el alcance de estas divagaciones cervantinas, divididas en círculos a la manera del Dante.

No se piense, aun así, que Cervantes en los infiernos es un libro escrito en clave esotérica, en la línea de Fulcanelli y El misterio de las catedrales. Más modestamente, Padilla enumera la diversa topografía infernal que se halla dispersa en la obra de Cervantes (la cueva de Montesinos, el cautiverio de Argel, una Sevilla laberíntica, la ancha ajenidad del mundo), así como la distinta naturaleza de estos lugares, donde el mal se presenta, bien como condena eterna, bien como tránsito purificador, bien como expresión de un universo proliferante y arcano. De todas estas variantes y ejemplos de lo demoníaco, Padilla destaca con acierto el novedoso infierno que, iniciado el XVI, se abre sobre la faz del globo. Un infierno basado en la multiplicidad, en el azar, en el perfil equívoco de lo real, que no debe su eficacia a la teología, ni a los antiguos ritos paganos, sino a la vasta, a la asombrosa complejidad que el mundo alcanza por aquellos días. Tras los descubrimientos de Colón y Copérnico, tras la fractura religiosa de la Reforma, el viejo orbe medieval, un orbe plano, sustentado en columnas y ceñido por un agua ignota, devino ineficiente. Y es en este nuevo escenario -la vida misma transformada en infierno- donde medrará no sólo el caminar errático de Lázaro de Tormes, sino una angustiada Teresa de Jesús y el derrotero alucinado de Alonso Quijano.

Quiere esto decir que, si bien Padilla señala con profusión los pasajes donde Cervantes acude al imaginario católico, que postula un Infierno situado en el trasmundo, o aquéllos que remiten a una pervivencia pagana (las grutas y cuevas donde el héroe se prueba y purifica), es en este averno laico, el infierno en vida del Quinientos y el Seiscientos, donde se muestra la inagotable modernidad cervantina. La extraordinaria inteligencia de Nabokov no encontró, sin embargo, en El Quijote otra cosa que una amarga colección de golpes y violencias infligidas sobre un pobre demente. No obstante, El Quijote de Cervantes es el trasunto literario, anterior en muy pocos años, de otra obra universal cuyo tema es -también- el infinito. Medio siglo después, Las meninas de Velazquez desplegarán, con similar estructura, la naturaleza equívoca, laberíntica, fantasmal, que lo real asume desde entonces. A partir de ahí, ya no habrá un dios tutelar, providente, aristotélico, que dirija cada uno de los actos humanos. En la bruma existencial que nace con el Lazarillo, nos dice Ignacio Padilla, ya no es la balanza de la culpa y el perdón, el fiel teológico del mundo, quien rige los pasos del hombre; es el azar, la incertidumbre, la propia voluntad de una criatura sin dioses, quien dicta su destino.

No conviene olvidar que el más memorable de los caballeros andantes es aquel don Quijote de la Mancha que nació como burla y homenaje de los antiguos paladines de la Edad Media: Palmerín de Inglaterra, Arturo de Bretaña, Amadís de Gaula, Doncel del mar, Galaor y Sir Gawain, el hermoso Tristán de Cornualles, Beltenebros, el Caballero Verde... Así, si Cervantes introduce la herrumbre del tiempo y una ironía doliente en su obra magna, es para trasladar el infierno hiperbóreo de celtas y germanos, la condenación eterna que prometía Roma, a los polvorientos caminos de la meseta. Esta es, en sustancia, la tesis sostenida en el notable ensayo de Padilla. Es sabido, por otra parte, que Felipe II, vencedor en Lepanto, murió loco de dolor, soñando con un perro negro, y teniendo a sus pies El Jardín de las Delicias de El Bosco. Allí, era el infierno alucinado, sintético, pero legible, del mundo antiguo, quién contempló la cruel agonía del monarca. No sabemos, sin embargo, no podemos saber qué última injuria, qué grave melancolía, acudió a los ojos del glorioso manco.

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