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Tyll | Crítica

La novela de Alemania

  • En una novela de hermosa escritura, llena de humor e imaginación, Daniel Kelhmann viaja a la Europa de la Guerra de los Treinta Años de la mano de un famoso personaje del folclore germano

El escritor alemán Daniel Kelhmann (Múnich, 1975).

El escritor alemán Daniel Kelhmann (Múnich, 1975). / D. S.

Hace unos años, la germanista barcelonesa Rosa Sala Rose publicaba El misterioso caso alemán (Alba), un intento de comprender la historia de nuestro vecino comunitario del norte a través de un análisis pormenorizado de su idiosincrasia y de los elementos que le habían prestado fisonomía. Según Rose, está en el talante alemán, entre otros factores de los que hablaremos más abajo, lo que podríamos llamar el sentimiento trágico de la vida, o el catastrofismo, esa tendencia tan schopenhaueriana a buscar en todo lo tremendo, que encontraría plasmación estética cabal en la Götterdammerung de Wagner, y que teatralizaría el aparatoso derrumbe del Tercer Reich.

La inclinación al desastre, su sospecha, casi su persecución, parecen incluso razonables si se examina despacio la historia de un país desgarrado, contradictorio, compuesto de parches donde se enfrentan lo clásico a lo vanguardista, lo rural y lo urbano, el católico y el calvinista, la filosofía y la cerveza. Es la crónica de Alemania un relato de descosidos: el Sacro Imperio Romano repartido entre los descendientes de Carlomagno, luego troceado por Napoleón, luego partido en dos por el comunismo llegado de Oriente, sin entrar en el episodio que quizá más haya marcado la imaginación de sus escritores, la Guerra de los Treinta Años.

Daniel Kehlmann, de quien gozosamente toca ocuparse hoy, es tanto germano como germanista, y eso explica bien el carácter de la pequeña obra maestra que acaba de publicar en España y que lleva por título Tyll. Conocíamos del autor, el segundo alemán más comercializado en el mundo después de Patrick Süskind, fundamentalmente dos títulos: La medición del mundo (2005), una deliciosa epopeya entre lo científico y lo paródico ambientada en los años de Goethe, y La noche del ilusionista (1997, traducida en 2015), sobre las peripecias de un mago de salón que gusta extraviar a su público en esas aguas fronterizas y mal cartografiadas que median entre la realidad y lo que la supera, vigilia y sueño, cordura y delirio, muy al estilo de los románticos de su tierra.

Una de las trazas del estilo de Kehlmann es ya visible en estos trabajos: dejando de lado la prosa, pausada, reflexiva, inasequible al atropello, que agradará a quien siga considerando que la lectura es un ejercicio de devoción y no una prisa, está eso que a falta de mejor término y por ponernos sudamericanos se ha llamado realismo mágico. Esto es: esa ambigua mezcla de datos cotidianos y fantásticos, cosas posibles e imposibles, que forma parte del acervo de la literatura desde sus orígenes pero que aquí nos empeñamos en anclar a latitudes de la pampa y el Caribe, sin entender que viene de mucho más lejos.

Como los de Hoffmann, de Kafka, del propio Süskind, el universo de Kehlmann es poroso, compuesto a partes iguales de erudición, cuento de hadas, observación doméstica, inventario profesional: el efecto que produce, para entendernos, es el de nuestro Galdós salpicado por la sangre del lobo de Caperucita y la guasa rabiosamente libertaria del Tristram Shandy.

Ilustración histórica donde se retrata al bufón Tyll Ulenspiegel. Ilustración histórica donde se retrata al bufón Tyll Ulenspiegel.

Ilustración histórica donde se retrata al bufón Tyll Ulenspiegel. / D. S.

Porque otro componente esencial de la literatura de Kehlmann es el humor. Sala Rose, en el ensayo que he citado al principio, nos cuenta que, con el fin de labrarse una tradición propia y de distinguirse de otras identidades vecinas como la francesa, Alemania optó desde su fundación por una cultura de la seriedad. Todo en ella, desde el teatro a la arquitectura, pasando por la poesía didáctica y, ay, la filosofía, debía erigir una visión severa del mundo, cimentada en la eternidad, a salvo de los disparates y las naderías del patio de vecinos, que pudiera ser conservada en mármol y así legada a las generaciones venideras.

Por fortuna, Kehlmann escapa (igual que Hoffmann, y Kafka, y Süskind) de esa maldición secular de sus letras: una finísima ironía y una soltura envidiable a la hora de manejar los diálogos le permiten burlarse amablemente de las situaciones que relata, o contemplarlas desde un prisma que, a la vez que les concede la importancia argumental que merecen, interpone también entre lector y texto un agradable velo de levedad. No es éste poco mérito cuando, como en Tyll, se trata sobre todo de registrar atrocidades, matanzas, ejecuciones, epidemias.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

La Guerra de los Treinta Años fue la tragedia original de Alemania, su Ursache. El país cobró conciencia de sí por vez primera tras este calvario de batallas, saqueos, masacres, hambrunas y pestes que redujo la población de la Europa central a un tercio del número anterior al conflicto, y que quedaría grabada a hierro en el recuerdo futuro como una época apocalíptica donde todo espanto era posible.

Para retratar esa sucursal del infierno en la tierra, Kehlmann decide encarnarse en Tyll Ulenspiegel, otro personaje mítico del folclore germánico que en realidad vivió casi tres siglos antes, pero cuya visión del mundo, burlesca, sardónica, desengañada, le parece la lente idónea para contemplar algunas de las horas más negras que la Historia ha visto en su largo recorrido. Así, la novela se convierte en una suerte de biografía del bufón Ulenspiegel y un inventario de los desastres de la guerra, sin dejarse arrastrar por los tópicos de la semblanza o el género histórico hoy de moda en los concursos: el autor posee un raro talento para, sirviéndose de la alternancia de registros y el poder salvífico del humor, dotar de un interés inmediato a peripecias que sucedieron hace 400 años y de los que hoy apenas se conserva memoria en los libros.

Los reyes de invierno, Isabel y Federico, condenados a un misérrimo exilio en La Haya después de la derrota de la Montaña Blanca; el egregio Athanasius Kircher, el último hombre que lo supo todo, cuya erudición sólo puede parangonarse con su miopía; los molineros y las brujas y los soldados anónimos que nutrieron los campos de batalla y en los que se cebaron la pólvora y el cólera, todos forman parte de este inmenso fresco que alcanza cotas épicas en muchas de sus páginas sin descuidar el interés intimista por los sentimientos de sus personajes. Una novela redonda como un cascabel, tal vez la más lograda de Kehlmann, que ha de contarse entre los títulos nucleares de la literatura europea de nuestros días. Así lo digo.

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