El Medievo enorme y delicado

Por otra Edad Media | Crítica

Taurus recupera, 'Por otra Edad Media', una obra de Le Goff donde se recogen ya los numerosos aspectos del medievo que también tratará por separado: los intelectuales, los mercaderes, la huella de lo maravilloso

Imagen del medievalista francés Jacques Le Goff en su despacho
Imagen del medievalista francés Jacques Le Goff en su despacho
Manuel Gregorio González

01 de noviembre 2020 - 07:00

La ficha

Por otra Edad Media. Jacques Le Goff. Taurus. Barcelona, 2020. Trad. Mauro Armiño. 520 páginas. 22,90 €

Taurus vuelve a publicar, pasadas cuatro décadas, esta influyente obra de Le Goff dedicada al Medievo, y cuyas investigaciones se reclamaban deudoras de Michelet en dos aspectos: en el interés por la Edad Media, largamente despreciada por los estudios históricos, hasta su irrupción en el siglo XIX; y en el modo mismo en que dichos estudios se abordaron, atendiendo a las condiciones vitales del individuo y su imaginario cultural. Un individuo, por otra parte, cuyo espíritu debía emerger, gracias a la hechicería del historiador, desde una documentación ingente, árida y dispersa. El propio Michelet confesaría que se convirtió en historiador tras su visita al Mueso de Monumentos Franceses habilitado por Lenoir, con los vestigios rescatados de la Revolución francesa. Allí, ante una Francia medieval, adusta e ilusoria, Michelet pensó en volver a la vida aquel mundo definitivamente muerto.

Le Goff relaciona, de modo fiable, dos categorías que se abrirán definitivamente en el Renacimiento: el Tiempo y el Espacio

De este precedente, a quien rinde un cumplido homenaje, Le Goff pasará a destacar la escuela de los Annales de Febvre y Bloch, luego acaudillada por Braudel, hasta llegar a la Nueva Historia, de ambición totalizadora, donde Le Goff se encuadra. Curiosamente, Le Goff no menciona a Huizinga y su temprano e iluminador El otoño de la Edad Media, cuya importancia en esta materia resulta obvia. Sea como fuere, los estudios recogidos en este volumen no exceden en ningún caso el perímetro de los siglos medios: ni cuando Le Goff acomete un breve estudio de la propia historificación de la Edad Media, desde la repulsa renacentista a aquel Medievo “enorme y delicado” que cantará Verlaine, y que abriría, ya para siempre, ese vasto departamento estanco; ni cuando articula, ya con un formidable aparato erudito, una explicación solvente sobre la distinta consideración del tiempo y de la usura, a lo largo de la Edad Media. Una consideración que Le Goff vincula a la recuperación del comercio en el Mediterráneo, en el siglo X, y el consecuente crecimiento de las urbes que estudió Pirenne. Pero una consideración donde se relacionan, de modo fiable, vale decir, “científico”, dos categorías que se abrirán definitivamente en el Renacimiento: el Tiempo y el Espacio, como condición, como apoyo, como fruto necesario del saber y el comercio (recordemos las colecciones de relojes, tan del gusto del césar Carlos, o la predilección por la jardinería y la arquitectura, por el espacio mesurable, de su hijo Felipe II).

Para el lector aficionado a estos asuntos, la parte más atractiva quizá sea la que atañe al estudio del imaginario medieval. Un imaginario que afecta a las leyendas, naturalmente; pero también a los sueños, la literatura y a la propia elaboración de un conocimiento, de naturaleza colectánea, donde la geografía, la historia y la mitología vivieron en deshonesta y fructífera coyunda. Las páginas dedicadas a El Occidente medieval y el Océano Índico son lo suficientemente ilustrativas a este respecto. Y también aquéllas que dedica a los sueños en la cultura y la psicología medievales, o a la figura de Melusina y su significación, digamos, sociológica. Esta es, por cierto, una de las constantes de la indagación histórica de Le Goff y de quienes, como él, añaden al estudio de la Historia, no sólo una temática distinta, sino otras disciplinas y otras vías de estudio con las que completar el conocimiento de una época, que acaso ofrezca al investigador enormes e infranqueables trechos de sombra. Me refiero a los límites que ofrecen los propios instrumentos de análisis y la documentación existente. Un asunto impensable, tal vez, en el XIX de Niebuhr y Ranke, pero que el historiador de hogaño debe poner ante sí como una elemental cautela.

De todo lo dicho se desprende algo que ya había postulado Herder en la segunda mitad del XVIII. La necesidad de estudiar cada época según sus propios parámetros. A lo cual se añade una evidencia sólo entrevista el pasado siglo: aquélla que, con Huizinga, nos descubre una Edad Media compleja, deslumbrante y en absoluto bárbara. La estética de la Edad Media de De Bruyne es, en este sentido, otro excepcional monumento a la inteligencia y la cordura. No sin razón, la alta Edad Media consideró que el mercader y el usurero comerciaban con el tiempo (“Judas mercator” se lee en algún capitel románico”), siendo así que el tiempo, entonces, era sólo de Dios.

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