Fruitlands | Crítica

El regreso al Edén

  • 'Fruitlands' es una breve y divertida narración sobre un hecho melancólico, el fracaso de unos pioneros trascendentalistas al establecerse y recrear un nuevo Edén, a las afueras de Harvard

Louisa May Alcott en 1885

Louisa May Alcott en 1885

A lo largo de 1843, Amos Bronson Alcott y Charles Lane, acompañados de sus familias, trataron de reproducir el Edén en una finca de las afueras de Harvard. El nuevo paraíso recibiría el nombre, sin duda alegre y porvenirista, de Fruitlands, nombre que sirve para titular este breve opúsculo -llamémoslo bagatela-, firmado por la hija de uno de sus colonos: Louisa May Alcott, la célebre autora de Mujercitas. El hecho de tildar a Fruitlands de bagatela no implica, en ningún caso, un menosprecio de la obra; pero sí un intento de definición: Fruitlands es irónica y sucinta. También contiene enormes cantidades de humanidad -de una humanidad generosa, cálida y vibrante-, que nos permite simpatizar con estos nuevos adanes, cuyas destrezas técnicas fueron mucho menores que sus ensueños utópicos.

En el XIX, la industralización de la sociedad indujo la vindicación, el sueño, de un trabajo no proletario

Esta vuelta al Edén, característica de aquella hora, guarda relación con varios hechos que aquí no dejan de traslucirse: por un lado, la apresurada urbanización del mundo occidental, que a la vuelta creó este deseo de pureza. Parejo a ella, la industralización de la sociedad, que indujo la vindicación, el sueño, de un trabajo no proletario. Y en tercer lugar, la promesa de un comienzo, de una humanidad renovada y pura, que el Nuevo Mundo alentó con su mera existencia, y que propiciaría el asiento de numerosas sectas venidas de Europa. De ello se desprende que Fruitlands y el resto de Paraísos diseminados por los Estados Unidos, fueron el fruto intelectual de una incomodidad social y de un anhelo religioso. No en vano, el señor Alcott es amigo y protegido de Ralph Waldo Emerson, así como de Thoreau, cuyo adanismo, -el de ambos-, guarda una estrecha relación tanto con el repudio del industrialismo -que abarca todo el siglo y que impregnará a Ruskin, a Whitman, a Gaudi, a William Morris...-, como con un proyecto pedagógico, ajeno a la adusta pedagogía de entonces, y del que todos ellos son, a un tiempo, ideólogos y practicantes.

No deja de ser curioso, por otra parte, que este afán pionero, que esta emulación adánica, marchara en paralelo a la persecución y el diezmo de las tribus del norte, verídicos adanes de aquellas tierras, y cuyo infortunio relata ya Chateaubriand, antes de que se popularizara el Far West, en su novela Atala. En cualquier caso, y dejando al margen este adanismo cultural, sobrepuesto a un adanismo a la fuga (el de los habitantes primitivos de Norteamérica), lo cierto es que Fruitlands es un divertido opúsculo, lleno de una inteligente y candorosa malicia, cuya función documental se sobrepone a su utilidad literaria. Y no sólo, como resulta obvio, porque la literatura fue el modo en que Louisa May Alcott subvino a la maltrecha economía familiar; sino porque Fruitlands es un maravilloso documento sobre el sueño y la derrota del Edén, un sueño tan presente -tan necesario, diríamos-, en el siglo del proletariado, los slums y la ciudad-jardín, que ha cruzado el océano prendido en las almas desdichadas y acaso fanáticas de los pioneros.

A lo cual debe añadirse que la presente edición, epilogada por Pilar Adón, cuenta con el diario que por entonces llevó la autora (un entonces en el que Luisa May Alcott, lectora de Plutarco, contaba con diez u once años), y que retrata a una niña brillante y humanísima, tocada de un superior discernimiento. Tras este brevísimo dietario, de igual valor documental, se adjuntan sendas cartas de Amos Alcott y Charles Lane, donde se tratan el alquiler y el proyecto de la futura Fruitlands. En la segunda de ellas, obra de Lane, podemos leer esta declaración de principios, llena de una solemne ingenuidad, no exenta de rigor y de optimismo: “Debe restaurarse el estado prístino de fertilidad de la tierra, a través del retorno anual de sus propias verdes cosechas, que servirán a la vez de benignos y fertilizantes abonos”.

Sin que sea necesario recordar la existencia del Paleolítico, vemos que en Lane, y en todos aquellos idealistas, primó una visión apacible y feraz de la Naturaleza, donde el Paraíso provee de manera autógena, con gentil desprendimiento, a sus moradores. Casi diríamos que no será necesario trabajar para que todo, el hombre y las bestias, se santifiquen con un alimento puro y abundante. Y sin embargo, este sueño del Paraíso nace de las largas jornadas, de la inhumanidad fabril, de las muchedumbres hacinadas en las grandes urbes. En esa nutrida oscuridad se concibió el hortus conclusus, de gratísima dulzura, que afligió con sus quehaceres a los habitantes de Fruitlands. Digamos, en fin, que este Fruitlands es el modesto, pero imperecedero, monumento de una niña a su progenitor. Sólo ese inmenso amor puede ocultar la alegre superioridad de la hija sobre la afligida intelección del padre.

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