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Maneras de irse | Crítica

La extraña escritura del hueco

  • Sònia Hernández firma trece relatos en torno a la ausencia con un alto vuelto poético

Sònia Hernández (Tarrasa, 1976).

Sònia Hernández (Tarrasa, 1976). / D. S.

En pleno apogeo (empacho, tal vez) de las literaturas mutantes y las tentaciones especulativas, resultan bienvenidos los libros capaces de demostrar que el mundo común, el menos impostado, el menos polémico y menos presente en los debates candentes, dado por sabido y pasado por alto, puede resultar tanto o más misterioso que los paisajes más terribles que la utopía posmoderna es capaz de imaginar con vistas al futuro. Justo esa deslocalización de los contextos más reconocibles, ya sean vitales o históricos, territoriales o íntimos, es lo que viene explorando en su obra Sònia Hernández (Terrassa, 1976) con una precisión cada vez más afilada, reveladora y valiente, ya sea en sus novelas, relatos o poemas. Tras consolidar el alto vuelo poético de su voz (sí, Hernández es una poeta susceptible de ser reconocida como tal siempre y en cualquier género) en novelas como Los Pissimboni, El hombre que se creía Vicente Rojo y muy especialmente El lugar de la espera, la autora regresa al relato, desde el que ya firmó volúmenes harto recomendables como La propagación del silencio, con Maneras de irse, un conjunto de trece piezas breves publicado recientemente en el catálogo de Acantilado. Hernández hace de la ausencia (o mejor, de la extrañeza que inspira el reconocimiento del hueco) la cuestión principal de su escritura y seguramente esta decisión le permite alumbrar una depuración próxima a lo prodigioso: todo está aquí expresado con los términos justos y cada uno de ellos logra, al mismo tiempo, evocar la sustancia real de lo invisible, manifiesta, justamente, en la percepción de lo que una vez estuvo y ahora no está.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

Ni estará: Sònia Hernández juega al tablero autobiográfico con la dosis justa para que el nombre y el apellido de esta ausencia susciten una seducción aún mayor. Los relatos atraviesan destinos y escenarios diversos para dar cuenta del asiento vacío en el avión, de ciudades en las que quienes nos recibieron un día no acuden ahora, de una anticipación lúcida que advierte lo efímero de la certeza y que incorpora matices emocionantes en primera persona. Si Samuel Beckett era ya un referente notorio en su obra, Hernàndez hace aún más sólido este vínculo en La negación del aire ("Pero no sucede nada. Sigo respirando. Hay que continuar", escribe, en una certera emulación de El innombrable) para describir el modo en que la experiencia no es sino una deconstrucción; y, al igual que Beckett, ante lo que sólo podemos traducir como una pérdida del sentido, la autora propone el deseo como el principio más eficaz para vivir y escribir. No hablar nunca más puede leerse como una sentencia sobre la imposibilidad de afirmar la verdad, pero también como un anhelo de la misma más allá de la trampa del lenguaje, cerca tal vez de María Zambrano ("Ya me deshice de los engaños y los traidores (...) y ahora voy a dejar aquí las palabras"). Estos relatos perduran, interrogan hasta mucho más allá de ser leídos. Como la literatura que necesitamos.

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