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Economía

Economía post-Covid

Cola para recoger alimento de organizaciones benéficas en Nueva York

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La crisis sanitaria inicia su descenso mientras que la económica se encuentra todavía en plena escalada. La primera ha sido dramática, la segunda no va a ser menos y las dos amenazan con convertirse en duraderas e incluso intermitentes. La clase política debe estar muy preocupada, además de desconcertada, porque de tal maridaje no cabe esperar más descendencia que una fuerte y prolongada tensión social y porque la probabilidad de que el dócil comportamiento de la población confinada se transforme en estallido aumenta con el deterioro de la situación y la presión sobre la paciencia de los ciudadanos. Los otros grandes problemas internos, como el conflicto catalán o la crisis del sector agrario, quedan, por el momento, en suspenso, mientras que a nivel global el desconcierto lleva a la búsqueda frenética de indicios sobre el nuevo orden internacional derivado de la pandemia.

El escenario que dibujaba el comienzo del año venía marcado por el estancamiento de la economía mundial y por el origen político de buena parte de las amenazas que se cernían sobre ella, además de los riesgos financieros y el elevado volumen de endeudamiento. Tras la sacudida del Covid-19 todos los escenarios se vienen abajo y las previsiones quedan relegadas a meras anécdotas arrinconadas ante la magnitud de los impactos que se van conociendo y su imprevisible, pero más que probable, influencia en las megatendencias que mueven el mundo. Entre ellas la geopolítica, en la que incluiríamos el ascenso de los radicalismos, la conciencia frente al cambio climático o la propia demografía, pero también los cuatro jinetes apocalípticos que amenazan el orden económico mundial: el endeudamiento, la desigualdad, la propia globalización y el desempleo.

Digamos que una megatendencia es una fuerza de cambio, probablemente surgida de la confluencia de diferentes microtendencias, con la potencia suficiente como para desarrollar una dinámica autónoma y alterar aspectos fundamentales de la realidad. Condicionan la estructura de los incentivos (reordenamiento de las prioridades), la asignación de los recursos y los procesos de innovación, así que no es difícil imaginar que del propio coronavirus pudiera surgir una fuerza de estas características o, al menos, con la capacidad de influir sobre la trayectoria de las demás.

En el caso del endeudamiento las perspectivas ya eran preocupantes a principios de año y amenazan con empeorar de forma significativa. En total, en torno a los 225 billones de dólares en todo el mundo. Según el Banco Mundial, el PIB per cápita mundial era de 11.312 dólares en 2018, pero se estimaba que la deuda por habitante era 32.500 dólares al finalizar 2019, es decir, que cada persona debe tres veces más de la riqueza que puede generar en un año. Afortunadamente ambas magnitudes se distribuyen en paralelo y de forma muy desigual, de manera que los que más deben son también los que tienen más capacidad de pago. Entre ellos Estados Unidos y China, los gobiernos en todo el mundo y las corporaciones no financiera, porque los bancos, aunque muy endeudados, están consiguiendo reducir su exposición. Sin embargo, todo vuelve a quedar en anécdota ante la previsible deriva de los hechos y sus consecuencias, entre las cuales está el retorno de la alarmante inestabilidad financiera posterior a la crisis de 2008. Probablemente volveremos a descargar nuestras conciencias sobre la codicia de los bancos, especialmente desde algunas plataformas ideológicas, aunque en esta ocasión la presteza con que han accedido (probablemente no tengan alternativa) a desviar beneficios para dotarse de provisiones frente al golpe de la caída en el nivel de actividad económica y el aumento de la morosidad, traslada una extraña mezcla de sensaciones entre la alarma y la prudencia.

La denostada globalización ha conseguido quebrar la espiral de la pobreza en muchos países subdesarrollados por la vía de su incorporación al comercio mundial de manufacturas. Algunos, sobre todo China, India y en general el sudeste asiático lo han conseguido tras un titánico esfuerzo de acogimiento de la población expulsada del medio rural en grandes urbes y en condiciones de trabajo extremas. En otros, especialmente en Latinoamérica, el proceso estuvo auspiciado por los años dorados de los precios de la energía, alimentos y materias primas, pero todo ello acabó hace tiempo y el deterioro de la economía terminó traduciéndose en una alarmante escalada de la tensión política y social. Cabe deducir de todo ello que la pandemia del coronavirus y sus consecuencias económicas pueden agravar la ya preocupante evolución de la desigualdad a raíz de la crisis financiera. Especialmente en Latinoamérica y África, donde el modelo de lucha contra la pobreza por la vía de la integración en el comercio mundial de manufacturas tiene ahora menos posibilidades que en el pasado. Sobre todo, si, como es probable, el nerviosismo en los países más desarrollados al comprobar el riesgo de desabastecimiento de productos básicos para sectores estratégicos propios, lleva a impulsar cambios en el orden económico global en el sentido de una mayor integración económica regional en detrimento de la mundial.

El endeudamiento, la desigualdad y la nueva globalización confluyen de forma devastadora en el agravamiento de la tendencia del desempleo. No solo por los empleos amenazados de desaparición por la revolución digital, sino también por la escasez de oportunidades para los jóvenes en los países más atrasados para incorporarse a la multitud de nuevos oficios que, según el Foro de Davos, inundarán el panorama laboral de los próximos años. Si prosperase la pretensión de que los mercados de las economías más desarrolladas reduzcan su apertura a la importación de manufacturas desde las emergentes y atrasadas, entre sus consecuencias estará el aumento de la presión migratoria. No se pueden mantener las barreras a la inmigración y al mismo tiempo a la importación de productos desde el tercer mundo.

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