Análisis

El déficit y el póquer del mentiroso

  • Hay que abordar de una vez que las elecciones de gasto hay que hacerlas en función de su eficacia y que las comunidades forman parte del Estado y tienen que asumir responsabilidades

ESTARÁN muchos lectores empezando a calibrar la rendición anual de cuentas ante el Estado -ya saben que los sevillanos tenemos una semana de prórroga-, y muchos de ellos harán uso de la nueva facilidad que nos ofrece la Agencia Tributaria, este "firme aquí" el saldo que le he calculado y hágalo desde su propio teléfono, no sin advertir que esa firma no cancela la responsabilidad, sino que es sólo un "de momento, por si averiguase algo más". No hay nada que objetar ante lo que ha progresado la Agencia, una de las más eficientes del mundo, en cuanto a lo de "sé dónde vives y cuánto ganas" y a las comodidades técnicas que ofrece para que cumplamos con nuestra responsabilidad como súbditos o ciudadanos (sobre qué somos tengo dudas). Pero resistiéndome, ingenuamente, a ser sólo un súbdito fiscal he adquirido la mala costumbre de preguntarme por los destinos de los dineros públicos y los criterios con los que se haya decidido tal o cual gasto. Mi ingenuidad me ha llevado incluso a interesarme por el cumplimiento del mandato constitucional de equidad, economía y eficiencia en la ejecución del gasto público, tras haber aprendido durante mis estudios aquello de que la ciencia económica -acéptenme lo de ciencia- trata de la asignación de recursos escasos entre diferentes alternativas. Pero pueden imaginarse la asimetría en la que me encuentro: El Estado lo sabe todo de mí y yo sólo sé de él lo que tiene a bien contarme. Aunque le reconozco los esfuerzos de mejora, por ejemplo los relativos al coste efectivo de los servicios públicos municipales, entre otros.

No tengo por qué tener dudas -y no las tengo- de que el gasto se ejecuta con arreglo al principio de presupuestación universal y de que en la inmensa mayoría de los casos su ejecución cumple con lo ordenado en la Ley de contratos del sector público, o en las normas propias de contratación debidamente aprobadas de las agencias, empresas y organismos autónomos. Soy muy consciente de que los malos procederes afectan sólo a una parte minúscula y cada vez menor del gasto público de nuestro país, por noticiosas que sean las malas conductas, y soy consciente también de que la malversación de caudales públicos es un delito penado de una forma cada vez más efectiva. Pero no encuentro una forma efectiva de satisfacer mi curiosidad sobre el porqué de las decisiones de asignación del gasto público y no creo, como ciudadano, que el Estado tenga más derecho a saber de mis ingresos que yo de sus gastos, salvo los reservados por ley.

Comprenderán que con estas insanas inquietudes, me haya visto sorprendido por el descubrimiento de que el reino de España haya sobrepasado el nivel máximo de déficit público al que se había comprometido con las autoridades europeas. Mi sorpresa no es debida a que el exceso desvelado vaya a afectar a nuestro funcionamiento económico, que no lo hará, sino porque el límite fijado era un compromiso firmemente asumido y defendido por el Gobierno. Y la sorpresa muta en bochorno cuando recuerdo que, hace unos meses, nuestros mandatarios desacreditaron vivamente las advertencias del comisario Moscovici acerca de las evidencias de nuestro incumplimiento. El comisario levantó el farol en el póquer del mentiroso, pero se le obligó a tapar de nuevo los dados. O sea, los datos.

Ya saben el resto de la historia. Asumida la desviación, el Ministerio de Hacienda ha procedido a centrifugar las responsabilidades y la corrección del déficit, señalando obligaciones de indisponibilidad de créditos presupuestarios a varias comunidades autónomas - un 2% del presupuesto en el caso de la Junta de Andalucía- y reteniendo las transferencias a alguna que otra, asumiendo el pago directo a los proveedores que no habían sido atendidos aún a pesar de la financiación excepcional al efecto.

Como era de esperar los presidentes de las comunidades autónomas -en Cataluña el que manda, que es Junqueras- han rechazado la obligación de reducir el gasto, como si no formasen parte del Estado. Las posiciones son variadas. Entre ellas, el anchoatari de Cantabria ha venido a admitir que ya se sabía, pero que como no les habían dicho nada durante meses no se puede venir ahora con esta sorpresa. O sea, que yo estaba pasando una jugada que no tenía y se enoja porque se lo descubre. El mandamás catalán -tengo entendido que por encima le han puesto a un figurante- amenaza con romper la partida, según es costumbre, afirmando que no van a cerrar ningún hospital ni ninguna escuela por este motivo, aunque no haya habido ningún cierre durante los años duros de un ajuste más aparente que real. Y nuestra presidenta sostiene que el presupuesto andaluz ya está establecido y no acepta que se le cambien las reglas a principio de partida.

Estamos ante un asunto muy serio. No sabemos si el Gobierno -el responsable ante el exterior- desconocía la realidad del gasto de las comunidades autónomas o, peor aún, la correcta aplicación de las facilidades de liquidez que proveyó. Y tampoco sabemos si conocía la desviación y la ocultó a ver si colaba o un milagro en forma de mayor crecimiento del esperado la velaba. Y es doblemente serio cuando a la vez tenemos de nuevo noticia de la insostenibilidad de un gasto estructural que forma parte esencial del contrato social: las pensiones públicas.

El problema para los presupuestos autonómicos, sea o no suyo el gasto derivado de la costosa atención a una forma de hepatitis, no es el de la cuantía en sí de la reducción, sino de la ausencia de información para decidir en qué se reducen. Es decir, qué políticas establecidas son poco eficaces cuando no innecesarias, por más que la designación y los objetivos del programa presupuestario que las soporta las haga parecer indiscutibles e imprescindibles. Se cuenta sólo con meros indicadores de ejecución, que no sirven de nada a la hora de decidir en qué se gasta, ya que no informan ni de la economía ni de la eficiencia del programa en cuestión. En nuestro caso particular tampoco ayuda mucho el Informe de Evaluación de Impacto de Género del Presupuesto, aunque ocupe 472 páginas. Sí, 4-7-2 ocupa el de 2016.

La peor solución será la de una reducción lineal de las partidas de gasto, casi tanto como la que se derive de la influencia política de un consejero frente a otro en la defensa de su presupuesto, pero no peor que la elección derivada de la valoración del impacto de la percepción mediática y social del ajuste en un programa u otro.

Ojalá que la circunstancia sirva para reflexionar que el gasto público no es bueno per se, que hay que abordar de una vez que las elecciones de gasto hay que hacerlas en función de su eficacia demostrada, y que las novedades han de ser sometidas a experimentación antes de generalizarlas, vaya a ser que fueran sólo una ocurrencia o una moda. Y para asumir de una vez que las comunidades autónomas son Estado y tienen responsabilidad como tales. Que no son sólo un mero ente ejecutor del gasto público socialmente más aplaudido, recaudadores de impuestos infrecuentes en la vida de una persona, y legisladores dedicados a la adaptación territorial de normas generales.

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