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Un puzle con Santiago Carrillo

  • La legalización del PCE fue uno de los momentos más delicados de la Transición.

Adolfo Suárez se jugó la Transición el Sábado Santo de 1977, cuando apenas faltaban dos mes para las primeras elecciones democráticas y cuando no había pasado mucho más tiempo desde que en enero de ese año la extrema derecha nostálgica del franquismo hiciera su órdago más violento con varios asesinatos en la calle y la matanza de los abogados laboralistas en la calle Atocha de Madrid. En medio de ese ambiente tensísimo y aprovechando las vacaciones de Semana Santa, que había dejado la capital medio desierta y los acuartelamientos sin sus mandos naturales, Adolfo Suárez dio la que fue una de sus mayores muestras de audacia, inteligencia y valentía y legalizó al Partido Comunista de España.

La Transición es un proceso histórico complejo que se puede abordar desde un sinnúmero de facetas. Pero si hay una palabra que lo defina es pacto. Y si hay dos personas que simbolicen esa voluntad de acercamiento y pacto, de olvidar en definitiva un pasado de enfrentamientos cainitas para construir un futuro normalizado, son Adolfo Suárez y Santiago Carrillo. Los motivos de uno y de otro en aquella coyuntura histórica eran bien diferentes, pero terminaron encajando como las piezas de un puzle y permitieron que un plazo relativamente corto de tiempo la democracia española funcionara con los mismos niveles de libertad que la francesa o la italiana. Suárez buscaba llegar a las elecciones del 15 de junio de aquel año sin que nada pudiera poner en cuestión su clara voluntad democrática. Europa nos miraba con atención. Carrillo sabía que si se quedaba fuera de esa consulta los socialistas ocuparían de forma natural y absoluta todo el espacio a la izquierda de ese extraño franquismo reformado y centrista que representaba el propio Suárez. El presidente del Gobierno se jugó el todo por el todo engañando -no cabe utilizar otra palabra- al Ejército que en aquel momento era el albacea del testamento político del dictador y donde el pensamiento reaccionario y golpista que caracterizó a las Fuerzas Armadas españolas durante los siglos XIX y casi todo el XX tenía su asiento. Pocos meses antes de proceder a la legalización, Suárez, en una reunión con generales, había prometido que los comunistas no tendrían sitio en la vida política.

Carrillo también se la jugó: le dio la vuelta como un calcetín a un PCE de tradición estalinista que había sido la fuerza hegemónica durante la larga clandestinidad franquista y lo presentó con perfiles aún más moderados que los del PSOE de Felipe González, venciendo para ello no pocas resistencias internas.

A Suárez estuvo a punto de salirle mal aquella jugada maestra: el Ejército se revolvió contra legalización de los comunistas y a punto se estuvo de echar por tierra todo lo que se había hecho desde la muerte de Franco. Pero una vez más la audacia se alió con la suerte, una situación que se produce con cierta frecuencia a lo largo de la Transición, y el presidente logró sin más coste que la mucha tensión que se generó en los cuartos de banderas su objetivo de que todas las fuerzas políticas pudieran tener papeletas con su nombre en los colegios electorales. Los militares se enteraron ese día de quién mandaba en España, aunque el odio que acumularon contra él tendría consecuencias varios años después. De paso, y nunca sabremos si ese era otro objetivo buscado por el presidente, colocó al PCE en su verdadera dimensión de partido visto con recelo por las clases medias que eran muy mayoritarias en la España de mediados de los setenta. El 15 de junio de 1977 el PCE, el fantasma que esgrimió Franco durante cuarenta años, quedó reducido a lo que en realidad era, un partido obrerista que reducía su influencia a los cinturones industriales de las grandes ciudades. La inmensa mayoría de los españoles miraba para otro sitio.

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