Activistas del espacio

El Museo Guggenheim Bilbao expone un diálogo que funciona muy bien entre Richard Serra y Constantin Brancusi, dos de los escultores más importantes del siglo XX.

Activistas del espacio
Juan Bosco Díaz-Urmeneta

10 de octubre 2011 - 05:00

Brancusi-Serra. Museo Guggenheim-Bilbao. Avenida Abandoibarra, 2, Bilbao. Hasta el 15 de abril de 2012.

Los Props, Puntales, son vigorosas piezas de plomo. Serra las construyó en 1969, con poco más de treinta años. Ese año, en la importante galería Leo Castelli, hizo una instalación arrojando plomo fundido sobre el suelo donde, ya sólido, trazaba surcos regulares. Pero en los Puntales, el plomo laminado se enrolla formando fuertes cilindros que sirven de sujeción o puntal a gruesas chapas del mismo material. Castillo de naipes lo componen cuatro de estas chapas algo mayores, apoyadas entre sí en exacto equilibrio. El peso del plomo contrasta con las gráciles formas de La princesa X y las Musas de Brancusi, en las que mármol y bronce pierden casi su condición material. Parecen volar. Quizá la exposición deba partir de este contraste que extrema el diálogo entre ambos autores. La confrontación sin embargo se suaviza si, al recorrer las piezas, se advierte que tienen una cualidad común: la fuerza. El peso de los Puntales y el vuelo de Princesa y Musas crean campos de fuerza. Alteran el espacio, lo fijan o lo invaden, trastornándolo con diferentes ritmos. La sala deja de ser recinto que aloja las piezas: es un lugar tramado por las obras. Mientras el imaginero se satisface representando algo, el verdadero escultor crea espacios, como los fundadores de ciudades o los caminantes que abren veredas en el llano y pasos entre montañas.

La capacidad de Brancusi para abrir espacios fue lo que fascinó a un joven Serra becado en París en 1965. Quería ser pintor pero en las obras de Brancusi veía que una línea (el perfil de una figura, un quiebro en la materia) podía poblar de ritmos el entorno. Era un valor del dibujo, aplicado a la escultura. Esto hizo a Serra cambiar de vía. Hay en la exposición dos obras de Brancusi que hacen pensar en aquel poder de la línea. Son los Torsos, breves fragmentos (no sobrepasan los treinta centímetros de altura) que sin embargo diseñan con singular eficacia la cadera y el vientre de una mujer. En ellos, más que el volumen, actúa la línea. Esa misma sala (que también aloja las sutiles Negras -blanca y rubia- de Brancusi) acoge Consecuencia de la consecuencia, dos grandes paralelepípedos en acero forjado de Serra. Aunque idénticos, parecen a primera vista diferentes al reposar uno horizontalmente y mostrarse el otro en vertical. La longitud de la arista (la línea también en este caso) señala la diferencia.

Pero la mayor cercanía entre ambos artistas la registra la sala que reúne los Cinturones de Serra y las piezas de madera de Brancusi. Las tramas de caucho vulcanizado dispuestas a lo largo de pared (recogidas por Serra de los residuos de una fábrica) poseen análoga desnudez material que las aristas de la talla de Adán y Eva o Rey de reyes o el rotundo volumen de la Copa. No es sólo una afinidad formal, sino que las obras hacen pensar en algo que comparten ambos autores: su fascinación por la materia. Serra cortaba y soldaba él mismo sus obras (si técnicamente bastaba tal esfuerzo manual) y Brancusi desbastaba materiales con hacha y rueda de esmeril.

Hay lugares de la muestra donde la obra de ambos autores se separa. Ocho grandes planchas de acero patinado se despliegan en torno a un octógono central: esta obra de Serra, que no se exponía desde 1987, recuerda a un enorme libro circular y pone agitación de carrusel en el contenido prisma de la sala. En otra, cuatro pájaros de Brancusi, colocados en otros tantos soportes de altura diferente, trazan una espiral que asciende hacia el alto techo abierto a la luz del día.

Finalmente, El Beso o Los Besos porque son tres las versiones que incluye la muestra: la de 1907-8, en piedra, en la que los brazos de los amantes recuerdan a sensuales ligaduras; la elaborada en 1916, de caliza, que posee la firmeza de un talismán arcaico, y la más abstracta y equilibrada, en yeso, de los años veinte. Las tres se disponen cerca de la balconada sobre la sala ArcelorMittal en la que discurren las ocho grandes esculturas que componen La Materia del Tiempo de Serra. Muy cerca, el espacio más silencioso de la muestra: las cabezas de niño y las musas dormidas de Brancusi parecen un sereno adagio con el bajo continuo de las pinturas de Serra: superficies en las que la barra de óleo apenas deja libre unos centímetros del papel japonés que sirve de soporte.

La exposición funciona y funciona muy bien. He intentado describirlo. Con escaso éxito, me temo, porque estas obras no piden tanto ser miradas cuanto medirse con ellas. He dicho antes que, más que representar, alteran el espacio o lo crean. Por la misma razón, más que focalizar la mirada, recuerdan al espectador que es un cuerpo. Esa es su fuerza.

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