Crítica de Flamenco

Barroquismo frente a naturalidad

Se trata de dos talentos del baile actual. Y juntos no pegan. No pegaron anoche, al menos. Amador Rojas es un bailaor técnico, imaginativo, espectacular, tanto en las coreografías como en el vestuario y el acompañamiento musical. Carmen Ledesma es pura tierra, el baile esencial, minimalista. El comunicarlo todo con un gesto. El máximo de expresión con el lenguaje corporal mínimo. Es capaz de emocionar al rematar solamente con un hombro. Justo lo contrario de Rojas, un bailaor barroco, excesivo, desbordante, que a su espectacular zapateado une vueltas y saltos igualmente espectaculares. El carisma frente a la naturalidad de Ledesma, que es una maestra de andar por casa, nada menos. Una diosa doméstica. Funcionaron cada uno en lo suyo. Aunque bailaran el mismo estilo nunca existió un paso a dos. En los tangos por ejemplo: una lección de dos formas, una más actual y la otra que hoy se considera clásica, de concebir este género. O en la soleá. Lo que no entendí es por qué dividieron la soleá en dos partes, una al principio del recital y otra al final. De hecho, creo que el problema mayor de la obra es que no tiene una estructura clara. O, quizá, que no tiene una estructura. La puesta en escena es desaseada y dispersa, tanto en los aspectos técnicos, luces, partitura, etcétera, como en la ordenación de los distintos elementos. Rojas brilló en los dúos con Luis Amador, cómplices y coordinados y Ledesma en su forma telúrica de entender el rito de la soleá y el de los tangos. Sobró la música grandilocuente enlatada del inicio y el resto de elementos grandilocuentes: el mesarse los cabellos, la gesticulación sobreactuada o el apelar al público una y otra vez.

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