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Oskara | Crítica de danza

Un diálogo sobre la identidad

Una danza de los hombres-caballo o zalmazain, de los carnavales vascos.

Una danza de los hombres-caballo o zalmazain, de los carnavales vascos. / Gorka Bravo

Estrenada en 2016, aplaudida y multipremiada, Oskara se ha convertido en uno de los emblemas de Kukai Dantza, la compañía de Errentería que dirige desde hace veinte años Jon Maya Sein. De la pieza existe también un documental y una versión callejera que se pudo ver en Cádiz en Danza en 2017, junto a esta de sala que, finalmente, ha recalado en Sevilla.

El riquísimo folklore vasco ha sido bandera de grandes artistas de la danza española, como Antonio o Marienma, que solían introducir en sus espectáculos suites de danzas vascas con sus manifestaciones más populares (el aurresku, el arin arin o el fandango).

Kukai Dantza, por su parte, formada por cinco magníficos bailarines o dantzaris de danzas folklóricas, intenta dar un paso más y, al igual que el flamenco, ha abierto un diálogo entre la raíz y la vanguardia y, sobre todo, ha dotado a estas danzas, casi todas ceremoniales o ligadas a las labores del campo y de la pesca, de unos contenidos más profundos e ideológicos.

Desde 2008, Jon Maya viene invitando a grandes coreógrafos a dirigir a su grupo y, por ello, Marcos Morau, director de la Veronal, es quien firmó este Oskara (nombre antiguo de Euskadi) confiriéndole su estética, altamente simbólica, y un brillante lenguaje dancístico que exige un gran virtuosismo –que los bailarines de Kukai poseen de sobra- y que, de algún modo, deconstruye toda la materia folklórica de base, haciendo, por ejemplo, que los bailarines bailen el aurresku tendidos en el suelo.

Con una estética muy Veronal, Morau ha construido con cortinas una caja blanca y fría, como una habitación de hospital, dentro de la caja negra del escenario. Un espacio casi irreal, idóneo para el juego dentro-fuera, es decir, entre lo que llega de antiguo y lo que queda hoy.

Al principio, un hombre muerto en una camilla y, sobre el fondo, se proyectan frases como: “Durante muchos siglos, las decisiones de unos han marcado el camino de otros”. A partir de ahí, una parte teatral con camillas y otros elementos que nos hablan de algo que está enfermo y se muere –la identidad- y una segunda parte dancística, sin duda la más gozosa, que aúna toda la maestría de los bailarines con un original lenguaje, el de Morau, realmente espectacular.

Un verdadero diálogo puesto que Morau, sin duda, ha bebido también, y mucho, de la tradición vasca, como demuestra su gusto por los muñecos, los cabezudos, los cencerros, etc. Entre ellos, en Oskara aparece la figura del Joaldun (un personaje que anuncia el carnaval) al que, al final, lentamente, irán despojando de sus grandes cencerros y de todos sus atributos hasta dejarlo como empezó, desnudo e inerte sobre una camilla.

La atmósfera, fría visualmente debido al uso del blanco (en el precioso vestuario)  y el negro –que se rompe en pocas ocasiones, como cuando irrumpe de pronto una enorme bandera roja- y a una estupenda iluminación, se vuelve inquietante gracias a una efectiva banda sonora en la que los sonidos del campo se unen a los hermosos cantos a capella de Thierry Biscary, que aparece como en el otro lado del espejo.

Con todos sus méritos, es justo decir también que Oskara es un espectáculo bastante hermético y lleno de simbolismos difíciles de interpretar.

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