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Centenario

Lola Flores: el icono con más poderío de la cultura popular

  • La artista no bailó, ni cantó, ni recitó, ni actuó mejor que otras, pero las superó a todas al hacerlo como nadie

Lola Flores, un icono de la cultura popular.

Lola Flores, un icono de la cultura popular. / DS

Hoy hace un siglo que nació Lola Flores, uno de los más poderosos iconos de la España del siglo XX y memoria de medio siglo de vida de los españoles. Porque la música popular es el alma de los días, la eternidad de lo cotidiano y efímero, la historia de las personas sin historia.

El mejor profesor de historia que tuve recomendaba leer la filosofía de la época que se estudiara para conocer su pensamiento, leer su literatura para adentrarse en su imaginario, contemplar su arte para mirar con su mirada… Y oír su música para conocer, sentir y percibir lo que la razón no podía explicar, las palabras no podían expresar y el arte no podía representar. Cuando en el siglo XIX surgieron las modernas sociedades de masas y para sus nuevos públicos empezaron a funcionar las industrias culturales nació la nueva música popular que ya no era folclore, aunque se inspirara en él, y tampoco música culta, aunque se dejara permear por ella, que expresaría la vividura (para Ortega y Américo Castro: identidad colectiva y formas de enfrentarse a la existencia) como nunca se había hecho.

La confluencia de los modernos medios de reproducción y difusión de la música a partir de 1927/1930 -el disco, la radio y el cine sonoro- supuso el inicio del reinado de esta nueva música popular simultáneamente difundida por los tres medios, caso de la copla que en los años 30 conoció su primera década de oro con los reinados de Estrellita Castro, Concha Piquer e Imperio Argentina en los escenarios, los discos, la radio y las películas. La copla no fue ni republicana ni franquista: el gusto popular es obstinado. La dictadura dañó irreparablemente la alta cultura, muy ideologizada, poniendo fin a su edad de plata. Pero la cultura de masas, además de esa obstinación del gusto popular (Morena Clara, estrenada en abril de 1936, siguió triunfando en las dos Españas después del 18 de julio hasta que fue prohibida en la zona republicana por la militancia franquista de Florián Rey e Imperio Argentina) y era menos peligrosa ideológicamente, por lo que en ella hubo más líneas de continuidad que rupturas. Perdió un aire más fresco, desenfadado y crítico. Pero esta verdad a medias -y aquí aparece la Faraona- es desmentida por la volcánica sensualidad y explicitud sexual de Lola Flores en los años 40 que ni Estrellita Castro, ni la Piquer ni Imperio Argentina reflejaron en los más libres años republicanos. Paradojas de la historia.   

Los años 40 y 50 fueron las décadas -por citar solo las más grandes- de Juana Reina (debut en 1939, primera película en 1941, primer espectáculo como estrella en 1943) y Lola Flores. Debutó en 1939 en el Villamarta de su Jerez, interpretó su primera película en 1940, triunfó en 1942 en el espectáculo Cabalgata de la compañía de la malograda Mary Paz cantando el Lerele, que hubo de repetir cinco veces, y alcanzó la gloria en 1943 con su propio espectáculo, Zambra, con canciones de Quintero, León y Quiroga, formando con Manolo Caracol una pareja que incendió los escenarios durante seis años. Nació entonces el mito de Lola Flores, fuerza artística, sensual y sexual arrolladora nunca antes vista que desafiaba estrecheces y censuras. Baste como ejemplo La Salvaora, estrenada en Zambra 1947. Tras una introducción recitada en la que Lola presume de su libertad y poderío -“vengan los guapos a verme, que a todos desafío”- se rinde al amor prohibido por el padre del joven al que ha seducido -“lloré queriendo a aquel padre, más que por mi lloró el hijo”-, tras lo que le canta Caracol: “Quien te puso Salvaora / que poco te conocía, / el que de ti se enamora / se pierde pa toa la vida./ Tengo a mi niño embrujao / por culpa de tu querer. / Si yo no fuera casao / contigo me iba a perder”, jugando con la rumorología escandalosa que los acompañaba y, lejos de perjudicarles por la moralidad de aquellos tiempos, multiplicaba su atractivo popular como si fueran una válvula de escape emocional/sexual.

En los censores y represivos años 40 Lola Flores y Caracol llegaron más lejos que nadie antes lo había hecho (e hicieran después: los actuales bailes latinos, con toda su explicitud, parecen juegos de niñatos comparados con aquellas zambras) en la escenificación de una pasión: “Ya en los ensayos yo sentía un mareo… La pasión nos quemaba a los dos”, dijo años después Lola. Quien tuvo la suerte de verlos cuenta que esa pasión se escenificaba con tal fuerza que convulsionaba los teatros en los que el público veía como Lola embrujaba a Caracol y este la devoraba. Afortunadamente la vanguardista y onírica Embrujo que Carlos Serrano de Osma filmó en 1947 dejó inscrito para siempre en celuloide lo que sobre los escenarios se veía. Esta película, que según su director pretendía “llegar a las tinieblas del inconsciente por las brillantes rutas del folklore”, conservó para siempre a la pareja interpretando La niña de fuego y La Salvaora con la fuerza, gracias a la dirección de Serrano de Osma, la fotografía expresionista de Salvador Torres Garriga y los decorados vanguardistas de José García de Ubieta, que incendió los escenarios.

En 1951 la pareja se rompió. Lola, contratada por Cesáreo González, inició sus giras americanas, interpretó 24 películas entre 1951 y 1969, demostró años después su desaprovechado genio como actriz dramática en Juncal (1988) y Truhanes (1983) -bien lo sabía ella, que se quejó de que nunca le hubieran dado un papel como el de Ana Magnani en Mamma Roma-, creó sus propios espectáculos teatrales hasta 1966 y reinó en la televisión agrandado su leyenda nacida en los años 40 con un genio, un carácter y una personalidad que ninguna de sus compañeras -tantas grandísimas- ha tenido a lo largo de tres generaciones. Siempre fue ella, por mucho que los tiempos y las modas cambiaran. El escándalo de sus actuaciones con Caracol y de la sensualidad/sexualidad de sus películas -véanla cantar y bailar medio desnuda y con casi transparente camisa mojada en La danza de los deseos (1954)- culminó cuando apareció en 1983 en Interviú -le pagaron, dicen, ocho millones de pesetas y la revista vendió un millón de ejemplares-. Su carisma extraordinario, su embrujo, su poderío arrollador y su arte único culminaron en su mirada a cámara -traje de cola negro, fondo neutro velazqueño-, su lento alzarse y su baile solo a pito y tamboril en Sevillanas de Juan Lebrón y Carlos Saura en 1992. El ardor de la Niña de fuego no se apagó nunca. Y el genio salvaje de la artista que no bailó, ni cantó, ni recitó, ni actuó mejor que otras, pero las superó a todas al hacerlo como nadie lo había hecho antes ni lo hizo después, tampoco.

 

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