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Arquitectura

Meses de calor y lluvia han dado cuenta de la nueva Alameda, un espacio para la ciudadanía en gran medida ya consolidado

Visión nocturna de la intervención de Elías Torres y José Antonio Martínez Lapeña en la Alameda.
José Ramón Moreno Y Félix De La Iglesia

15 de febrero 2010 - 05:00

Hay una dificultad extrema para la arquitectura contemporánea a la hora de intervenir en aquellos espacios públicos de las ciudades que se conservan vivos en la memoria de sus habitantes. Sus propuestas estarán constantemente sometidas a una comparación que las hacen quedar como insuficientes, desacertadas o erróneas: añadir lo diferente, lo ajeno o lo nuevo, siempre se ha correspondido con esta dificultad, aunque en ella anide el ser de la ciudad europea, siempre suspendida entre la renovación y la continuidad, entre la funcionalidad y el acogimiento.

Hace un tiempo que pensamos sobre la propuesta de Elías Torres y José Antonio Martínez Lapeña para la Alameda de Hércules; sólo ahora que está transitable para todos, que la vida cotidiana comienza a bañar sus espacios, que se ocupa y usa, que se mancha y desvirtúa, asumimos el compromiso de opinar sobre su propuesta.

Esta Alameda enuncia el sentido del espacio público actual de la ciudad: no pretende ser el lugar central de la representación de lo social, por cuanto que lo social se ha diversificado en mil opciones, evitando la apropiación de su imagen y significado por un poder deseoso de lo espectacular. La propuesta contiene algo de aquel salón decimonónico que fue exteriorización de una sociedad emergente que se reconocía en lo público, pero también del olvido de una ciudad desarrollista que, mirándose fuera, la abandonó en los difíciles terrenos de la marginalidad; este sitio singular, resuelto ahora como un agregado de diversos escenarios, se ofrece como un lugar de convocatoria para los ciudadanos de Sevilla, como alternativa posible a sus grandes superficies o a sus ejes comerciales, donde descubrir los nuevos comportamientos de una ciudad que ya está aposentada en el consumo. Según paseemos con la familia, los amigos o el perro, la usemos como tránsito más o menos transversal o sesgado, nos demoremos en los recreados ámbitos de sus placitas, patios, compases o rodeos, lo hagamos de noche o de día, en invierno o verano, cada encuentro será distinto y la experiencia enriquecedora, con tal de que superemos por un instante esos estereotipos tan caros a la ciudad.

Su aspecto falsamente terrizo y desordenado en apariencia, recuerdo de una ruralidad no tan distante y lejana en el espacio y el tiempo, ajeno a geometrías sobrevenidas -más allá del paso rodado de norte a sur, tan desafortunadamente marcado por marmolillos- o a modas impuestas; la incidencia de los leves movimientos en su suelo como pliegues de una topografía llamada a valorar las viejas columnas alzadas y coronadas, la nueva presencia del agua, del color o los materiales cerámicos; las alineaciones de álamos recuperados o la singularidad de las recién plantadas agrupaciones de árboles, sus toscos toldos-pérgolas o sus decimonónicos pabellones-quioscos; hasta sus farolas... Con todo ello se alude a unas referencias no folclóricas que están fuera de sus propios límites, pertenecientes a otros escenarios de Sevilla, y se habilita la posibilidad de un reencuentro distinto con la ciudad histórica, con otro nuevo modo de ser en la ciudad, declarando que es la continuidad por lo que se apuesta en esta propuesta.

Así, su forma última, por venir, se descubrirá en una vivencia hecha poco a poco, día a día, como cuando estrenamos casa o, esporádicamente, la visitamos como extraños, alternando los distintos modos de usarla con miradas tan casuales como sorprendidas.

Podría ser ésta una historia de amor no correspondida, pero tal vez nos embargue el afecto que tenemos al remitente. Como en esos pequeños mensajes que circulaban subrepticiamente antes, y ahora públicamente por internet, pensamos que la actual Alameda -que convoca a los habitantes de Sevilla al ocio, al paseo, al encuentro o a la curiosidad- se entiende como una misiva enviada desde las Pitiusas por unos arquitectos foráneos; en esa carta leemos lo siguiente: "Lo mejor de vuestra ciudad está a la vista, con tal de que se olviden viejos clichés y que os atreváis a dirigiros a lo que está ahí delante, aunque no siempre presente". Ese estar es algo tan asombroso que, acostumbrados como estamos a la magia de la imagen, lo olvidamos entre las rebabas de nuestra atención. Así -y perdonen el atrevimiento- con Luis Cernuda, que se atrevió a contornear el perfil del aire, esta misiva quiere proponer lo intangible, aquello que no está en la rotundidad de unas formas, sino entre ellas, anidando en medio de la firmeza de sus signos arquitectónicos más característicos, acompañando el movimiento por esos espacios por los que se callejea o se demora el ciudadano, que apenas se hacen notar, asumiendo que este ofrecimiento pueda permanecer incomprendido, ausente, inconcluso.

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