Rocío Molina se libera de sus ataduras
Carnación | Crítica de danza
La ficha
** ‘Carnación’. Idea original, coreografía y baile: Rocío Molina. Dirección escénica: Rocío Molina y Juan Kruz Díaz de Garaio Esnaola. Dirección musical: Niño de Elche en colaboración con Rocío Molina y Juan Kruz Díaz de Garaio Esnaola. Cante: Niño de Elche. Piano / electrónica / programaciones: Pepe Benítez. Violinista: Maureen Choi. Soprano: Olalla Alemán. Coro: ProyectoeLe (director Carlos Cansino). Composición musical Cumbia y Exorcismo: Pepe Benítez. Gestación, acompañamiento y coordinación artística: Julia Valencia. Vestuario: Leandro Cano. Espacio escénico: Juan Kruz Díaz de Garaio Esnaola. Textos: Enrique Fuenteblanca. Lugar: Teatro de La Maestranza. Fecha: Viernes, 30 de septiembre. Aforo: Casi lleno.
Rocío molina es una artista única. Rompedora e iconoclasta frente a las normas -que no frente a los maestros ni al flamenco de raíz- la malagueña posee, además de su baile, una fuerza capaz de defender cualquier propuesta. No en vano, a lo ya conseguido a lo largo de su carrera, ha añadido este año el León de Plata de la Bienal de Venecia y el prestigioso Premio Positano de la Danza.
Unos reconocimientos que la legitiman para afrontar la danza desde donde necesite en cada momento. Y si en los últimos años la artista se ha plegado de algún modo al compás de las guitarras maravillosas de Rafael Riqueni, Eduardo Trasierra y Yeray Cortes, en Carnación se ha permitido volar, alejarse del flamenco -y en gran medida también de la danza- para sacarse de la mente y del alma las ataduras que la aprisionan.
De este modo, Molina cambia la guitarra por el piano y la música electrónica y el cante flamenco por el de una soprano, y un coro -el Niño de Elche canta un martinete y poco más- para ofrecernos una obra performativa, fragmentaria y -tal vez pretendidamente- caótica, que hubiera cobrado más sentido en otro espacio, y según una gran parte del público, fuera de la Bienal. Algunas escenas, además, especialmente aquellas en las que ata a su compañero y en las que se ata ella misma (bondage, shibari, placer o castigo), se alargan en exceso rompiendo el clima creado en otros momentos de su interpretación.
Dicho esto, hay que reconocer también que Carnación tiene una factura impecable y una iluminación, al ras de los cuerpos, realmente magnífica.
Y en medio de todo está Rocío Molina, una artista impresionante a la hora de defender su propuesta y de expresar sentimientos como el deseo, la culpa, la ternura, la rabia, la atracción o el rechazo.
Desde el primer momento, con sus trajes, con su cuerpo y con su trenza, que dará lugar a una sugestiva escena de dominio y sumisión, la artista le da la vuelta a las normas -hasta para subirse a una silla- y lucha con todo lo que la frustra y la reprime. Entre otras cosas, con una amplia túnica roja que primero es vuelo y luego prisión, o con una falda-miriñaque que se vuelve jaula, o autoflagelándose como tantos penitentes en las fiestas de nuestros pueblos.
Porque, aunque no sepamos la intención de muchas de sus acciones, de ese continuo vestirse y desnudarse, de ese acercamiento al Niño de Elche, ya para abrazarse a él, con ternura o con un deseo casi animal, ya para entablar una violenta -y magnífica- confrontación que acaba en unas sonoras bofetadas, la escena se va poblando de mil referencias. Cantos y ritos religiosos, esculturas como el Laocoonte, la pintura renacentista y barroca, con sus Descendimientos y sus Piedades…
Decenas de reminiscencias, de símbolos y de asociaciones que se crean y se destruyen constantemente en la mirada y en la mente del espectador sin tiempo para reflexionar sobre ellas.
Y luego, claro está, Rocío brilla como nadie en las escasísimas escenas de danza, especialmente en el dúo casi furioso que baila con la violinista, a la que acaba llevándose a hombros.
La malagueña dice que necesitaba hacer un trabajo como este, y no nos extraña. Solo con ver la escena del exorcismo y la catarsis final se puede entender que para ella haya sido una auténtica liberación.
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