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Crítica de Cine

Ver para no creer

Sam Wortington, en la película.

Sam Wortington, en la película.

Estos días pueden ver en los cines el estupendo documental Converso, en el que David Arratibel se sienta frente a los miembros de su familia para intentar comprender su acceso a la fe, sus vivencias religiosas y de paso expiar sus propios fantasmas personales, todo mediante la simple estrategia del diálogo, la escucha y el respeto a unos poderosos relatos orales de conversión ante los que siempre quedará la duda del agnóstico. Es justo la operación opuesta de un filme como La cabaña, verdadero dislate relamido y cursi que pretende hacer proselitismo evangelizador mediante una fábula de telefilme de sobremesa e insufribles dosis de almíbar espiritual.

El dolor por una muerte trágica activa un relato soñado por un padre atribulado en el que la Santa Trinidad se encarna en una suerte de familia multicultural a orillas de un lago y la eterna batalla entre el Bien y el Mal, esa que ha sustituido para muchos creyentes el sentido de la Historia y la complejidad del mundo y la existencia, se dirime en clave de cuento edípico sobre la necesidad del perdón como camino para la salvación. Entre estampas sonrojantes, milagritos de saldo y diálogos de catequesis infantil, La cabaña suma así un triste jalón a ese cine supuestamente religioso que no sólo no cree en la trascendencia o el misterio, sino que tampoco lo hace en el cine y su capacidad para materializar lo invisible.

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