El desguace de las musas | crítica

La llama que titila en lo oscuro

Los actores en una imagen promocional de ‘El desguace de las musas’.

Los actores en una imagen promocional de ‘El desguace de las musas’.

Tres golpes de fregona sucia dan inicio al enésimo ritual, la repetición desgastada del espectáculo ruinoso, metáfora poco solemne de una cultura apuntalada por peligro de derribo. La Zaranda, maestros en los lenguajes de postrimerías, comparecen de nuevo para reinar como nadie lo sabe hacer en esta escena del “menos es más” que dilata la tragicomedia previa al desastre definitivo. En esta antesala del desierto abismal y silencioso, los restos –el dramaturgo moribundo-marioneta, el intérprete-rata– aún aullan sus líneas pero sólo para reconocerse en una respiración.

El desguace de las musas despliega el idioma depurado de La Zaranda: la divertida agresión de las réplicas, pugilato de zarrapastrosos, que convierte a los actores en perpetuos contendientes; el fraseo repetitivo, que martillea con una sonrisa el clavo de la desesperación; también las fugas líricas –marca de la literatura metafísica calongiana–, aquí casi aforismos deletreados que exhala la desinflada troupe como últimas voluntades recalentadas por un foco portátil.

Sabedores de que también son ya un resto, ‘La Zaranda’ entona su resistencia

Felizmente arropados en esta ocasión por Gabino Diego, Inma Barrionuevo y la soprano y pianista Mª Ángeles Pérez-Muñoz, La Zaranda, autoconscientes de que también son ya “un resto”, responden al clima irrespirable de la cultura con su particular Show Must Go On, una celebración de la resistencia del margen desde esa misma orilla, allí donde, después de tantos años, siguen sorprendiéndonos con su alucinante bricolaje coreográfico y la rara música de su palabra vidente.