La fuerza oculta en el color

Ángela Mena propone una reflexión sobre el paisaje en La Caja China

Reproducción (parcial) de una de las obras que muestra la joven artista sevillana Ángela Mena.
Reproducción (parcial) de una de las obras que muestra la joven artista sevillana Ángela Mena.
J. B. Díaz-Urmeneta Sevilla

10 de octubre 2016 - 05:00

Los pescadores de la isla de Rügen vaticinaban que una tempestad acabaría matando a aquel muchacho. Si se avecinaba un temporal, el joven pintor, llamado Friedrich, iba desde su ciudad, Greifswald, a la isla para vivir la tormenta entre sus relieves kársticos. Sobrevivió y dio a la cultura europea una idea mística, si no sagrada, de la naturaleza.

Hoy admiramos sus paisajes pero apenas compartimos sus ideas. El paisaje se ha convertido en atracción de tiempo libre y el turista prefiere almacenarlo en la memoria de la cámara en vez de mantenerlo vivo en la suya. Es un signo de los tiempos: también la naturaleza se ha secularizado.

Por eso interesa la obra de Ángela Mena (Sevilla, 1987). Al desencantamiento de la naturaleza opone una pintura que alterna nostalgia e ironía. La alusión a Friedrich no es gratuita: los planos vacíos de los paisajes de Mena, sus horizontes nítidos y a veces muy bajos, sus colores ácidos y los ritmos que siembran en el lienzo bosquecillos y espesuras, recuerdan al pintor alemán. Pero esas referencias conviven con una canoa en amarillo brillante, la cerca anaranjada de un chalet junto a la playa y una sensual piscina (a lo David Hockney) que remiten al pop californiano. Incluso los globos aerostáticos (unos más patentes y otros menos) se acercan a la imagen pop, no a la curiosidad ilustrada con que los dibujó Goya.

El trabajo de Ángela Mena no es por eso superficial. Al contrario. Traza un umbral: ¿cómo pensar y pintar el paisaje hoy? La pregunta no se resuelve con la amalgama de imágenes contrapuestas (que sitúan su trabajo en nuestra cultura) sino con la calidad de la pintura. Véanse, si no, los dos monocromos, situados a la entrada de la galería. Tienen temple poético: despiertan la memoria de la naturaleza, pero no por las figuras sino por el color. Lo mismo ocurre con dos cuadros que trabajan la idea del crepúsculo: franjas azules de diversa tonalidad, tocadas por una fina línea de luz. El color impulsa la memoria perdida de la naturaleza porque nos recuerda que somos cuerpos. Silencia la palabra pero no paraliza el pensamiento que se esfuerza en calibrar por qué nos sumergimos en el color (como en la música) y cómo éste se hace conciencia en nosotros. Es el viejo enigma de la pintura veneciana al que aún es difícil responder.

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