"No está escrito en ningún código que alguien mayor no pueda amar"

Manuel Vilas. Escritor

El autor de 'Ordesa' y 'Alegría' regresa con 'Los besos', una novela luminosa sobre el milagro de enamorarse que escribió "contra la pandemia, para reafirmar la vida"

Manuel Vilas, fotografiado la semana pasada en Sevilla.
Manuel Vilas, fotografiado la semana pasada en Sevilla. / Juan Carlos Muñoz

Manuel Vilas (Barbastro, 1962) dispone su particular respuesta a la pandemia en Los besos (Planeta), la historia de dos personajes sumidos en ese raro milagro del enamoramiento: un profesor jubilado, Salvador, que se refugia en una cabaña mientras se propaga el virus y Montserrat, la dependienta de la tienda del pueblo al que el hombre va a parar. Tras la luminosa Alegría, con la que quedó finalista del Premio Planeta, Vilas se sirve de su espléndida prosa para reivindicar la esperanza y el amor. "Esa idea de que el romanticismo está en riesgo de extinción es muy peligrosa", opina el autor, "porque no hemos sabido generar nada que nos ilusione de esa manera".

–En el libro cita a Cernuda y esos versos de "Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío". Los besos trata de eso: de esa plenitud rotunda del amor.

–Tenía una idea en la cabeza: quería buscar un territorio donde un ser humano pudiera sentirse libre, o casi libre, fuera del determinismo, del condicionamiento social, histórico, económico, que le toca vivir. Y ese territorio yo sólo lo he visto en el amor. Un sitio donde las ilusiones son plenas, donde hay ganas de vivir y no hay interés en producir nada que no sea algo humano. El enamoramiento, en esta novela una historia entre un hombre y una mujer, me parecía ese territorio de la humanidad plena. Ese espacio que muchas veces nos tienen casi prohibido: el espacio de la intimidad, de lo personal, lo más importante que tenemos. ¿Para qué trabajamos, hacemos las cosas, si no es para entrar luego a ese espacio privado y compartir tu vida con otra persona?

–Un amigo del protagonista recuerda cómo su madre le cocinaba hígado con todo el cariño del mundo, una muestra de "las cosas tan equívocas y extravagantes con que el amor puede llegar a adornarse", de que el afecto también posee algún parentesco con la repugnancia...

–Sí, el amor implica muchas paradojas... Esa madre le hace hígado frito a su hijo sin darse cuenta de que ese alimento procede, bueno, de un sitio poco ilusionante, por decirlo de alguna manera, más bien escatológico. Eso está basado en mi propia vida, mi madre me preparaba hígado frito porque le habían dicho que era muy nutritivo, y yo me lo comía hasta un día que descubrí el origen anatómico de aquellas piezas, y ahí ya me negué. No he vuelto a probarlo desde entonces.

–El libro retrata a un hombre de 58 años que se enamora "como un quinceañero" y que en algún momento reconoce sentir "vergüenza" de su deseo.

–Creo que ha habido una especie de discriminación por edad en el amor. Hemos acabado o estamos cerca de acabar con muchas discriminaciones, por razones sexuales, políticas, raciales o religiosas, que nos parecen injustas y nos preocupamos de erradicar, pero sin embargo parece que la discriminación por edad no la advertimos, no somos conscientes de ella. Eso se ve en el amor: quienes se enamoran con 50, 60, 70 se sienten incómodos frente a la sociedad, sienten que no es adecuado lo que sienten y lo viven con un pudor innecesario. Y es una construcción cultural, no está escrito en ningún código que alguien mayor no pueda amar, albergar deseo. Es muy injusto, porque amar es precisamente lo que te da la sensación de estar vivo. Si a alguien maduro le prohíbes eso es como si le dijeras que se limite a vegetar, a pasear y a tomar el sol, como si le quitaras la fuerza mayor de la vida, que es volverse a enamorar. El capitalismo prohíbe los amores maduros porque prefiere que el esfuerzo se dirija hacia otros sitios [ríe].

–En Los besos se habla de la bondad como un sinónimo de inteligencia.

–Si alguien, a partir de los 50, no sabe ya que la bondad y la inteligencia son lo mismo, es que no ha entendido gran cosa de la vida. Al menos debe saberlo, porque, bueno, el mundo es complicado, y a veces las circunstancias te obligan a caminar en la dirección incorrecta... Pero estoy convencido de que el que no elige la bondad acaba eligiendo el sufrimiento. Mis dos protagonistas tienen esa sensación de bondad.

"La idea de que el romanticismo se extingue es peligrosa. No hemos generado nada que nos ilusione tanto"

–La pandemia ejerce en esta historia de telón de fondo. Si dos personas enamoradas son vulnerables de por sí, con el virus se complica todo...

–Yo viví el confinamiento de una manera muy angustiosa, lo percibí como si me negaran la vida. Y la manera de reafirmar esa vida fue hacer esta novela, que está escrita contra la pandemia. Es la búsqueda de un lugar donde el virus no puede llegar, el amor romántico. Esa escena de Casablanca, en la que Ingrid Bergman está en París, se oye por los altavoces la llegada de los nazis, y le dice a Humphrey Bogart: El mundo se derrumba y tú y yo nos enamoramos. Esa frase maravillosa de la película es en cierto modo la semilla de esta novela. Ante una catástrofe de la naturaleza que sea, una guerra o un virus, la salida es el amor, que es lo que te da un cambio de foco. De repente iluminas un sentimiento de plenitud y abres una puerta a la esperanza. Yo creo que Los besos es una novela luminosa.

–En el libro se dice que "no hemos sabido darnos cuenta de que el amor de Don Quijote por Dulcinea es la única verdad de la novela de Cervantes".

–Hay una lectura heterodoxa del Quijote por parte del protagonista, de Salvador, que decide leerlo como una novela de amor. Nunca se ha visto así porque nadie creía que Don Quijote estuviese enamorado, lo que es bastante triste. Ese pobre hombre se mete en todas esas aventuras, en todas esas batallas por esa mujer, y nadie repara en ello. Se habla del idealismo del personaje, de su nobleza, pero se toma por una chifladura el amor por esa mujer, lo que mueve realmente al Quijote. Eso es lo que Salvador no tolera. Yo no lo había pensado, fue una ocurrencia del protagonista, que a veces los personajes te sorprenden cuando escribes.

–Su narrador opina que es más importante saber el nombre de los árboles que de los reyes de los países. No nos enseñaron a convivir con la naturaleza...

–No. Si dejas a alguien de la ciudad en el bosque no sabe qué hacer, no sabe disfrutar. Pero llevamos dentro esa ausencia, y nos pesa: todo son edificios, y carreteras, y paradas de autobús en nuestras vidas. Yo sólo sé distinguir unas pocas especies de los árboles, pero hay guías para aprender sobre ellos, y gente que tiene una capacidad asombrosa para identificarlos. Habría estado bien que nos enseñaran más de las plantas, de la naturaleza, sí.

–¿Usted piensa, como su protagonista, que la "idea de nación o de pueblo tiene los años contados"?

–Yo no lo veo tan claro, pero entiendo por qué lo dice él. Entiendo que la flecha de la Historia sigue en el aire, que no ha terminado la Historia. Había gente en su momento a la que las reivindicaciones laborales del siglo XIX le parecían un escándalo, un verdadero disparate, y hoy se consideran algo justo, elemental. Pasará lo mismo en el siglo XXIII: lo que hoy reclamamos como justicia social, algo a lo que algunos se resisten, se les antojará lo más normal del mundo, lo lógico. No hay derecho a que alguien tenga su vida hipotecada por haber nacido en un país subdesarrollado, es de una crueldad absoluta que un señor de Alemania tenga todas las posibilidades y uno de África no. Salvador piensa que dentro de 300 años esa injusticia ya no se dará, y en eso estoy de acuerdo con él.

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