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OBITUARIO

Ha muerto Harnoncourt

  • El célebre director de orquesta había anunciado el pasado mes de diciembre su retirada definitiva de los podios.

No ha pillado por sorpresa a nadie. Después de que a principios del pasado mes de diciembre anunciara su retirada definitiva de los podios con una breve y conmovedora nota manuscrita dirigida a los abonados de sus ciclos en la Musikverein vienesa ("Mis facultades físicas requieren la cancelación de mis planes futuros"), todos los melómanos se temieron lo peor. Si Harnoncourt colgaba la batuta era que sus fuerzas tenían que estar muy en el límite. Una batuta por supuesto imaginaria o metafórica, pues jamás la usó, lo que no restó un ápice a su autoridad magnética y abrasiva.

No ha pillado por sorpresa a nadie, pero la conmoción entre los aficionados es honda, como ha podido comprobarse en las redes sociales nada más difundirse este domingo la noticia de su fallecimiento. Nikolaus Harnoncourt pertenecía a ese selecto grupo de artistas cuyas prácticas provocan no sólo un suave oleaje en la superficie de su arte, sino auténticos remolinos que, lejos de acallarse tras su erupción, se ensanchan y se van transmitiendo de generación en generación. En otras palabras, Harnoncourt fue un revolucionario con causa. El impulsor de una revuelta que no sólo triunfó para verlo a él en la cima del mundo, sino que cambió para siempre la concepción del arte musical.

A principios de los años 50, Harnoncourt era un simple violonchelista de la Orquesta Sinfónica de Viena que por entonces dirigía Dios, encarnado en la figura de Herbert von Karajan. Allí conoció a la que sería su compañera de toda la vida, la violinista Alice Hoffelner, con la que se aburría tocando sonatas de Corelli y algunos de sus contemporáneos. Lejos de despreciar esa música, los Harnoncourt razonaron en favor de aquellos grandes maestros: ¿y si somos nosotros los que no los estamos entendiendo?, ¿y si no es así como debe tocarse su música?

Crearon entonces el Concentus musicus Wien con la intención de investigar el repertorio anterior al Clasicismo, de buscar nuevas formas de afrontar esas obras. Corría el año 1953. En ese proceso, el uso de instrumentos originales era sólo un elemento, necesario pero no suficiente, dentro de un proyecto global que habría de cambiar los paradigmas de interpretación de la época, anclados en concepciones decimonónicas. Las primeras grabaciones (Bach, Rameau, Biber, Muffat, pero también la corte de Maximiliano I, de finales del siglo XV, y ¡Haydn!) causaron estupor y rechazo a partes iguales. Pero en Holanda, Bélgica e Inglaterra había ya otros músicos trabajando en la misma línea y el proyectó se consolidó. En 1960, el grupo hizo su primera gira internacional. En 1962 debutó en la Konzerthaus vienesa. Con el tiempo, Telefunken acabaría fundando una marca (Das Alte Werk) para producir sus discos. En 1971, Harnoncourt y el holandés Gustav Leonhardt compartieron en ese sello el primer ciclo completo de las cantatas de Bach, que los mantuvo ocupados hasta 1990. El resto es ya historia de la música. No hay orquesta en el mundo que haya quedado al margen de la revuelta historicista.

La comparación con Leonhardt es interesante, y se puede plantear desde esa misma integral bachiana: lo que en el holandés era mesura y contención, austeridad y espiritualidad, en Harnoncourt era pasión y desmesura, que podía llegar hasta el desmañamiento. Basta escuchar el arranque de su Música acuática o los tempi escogidos para sus Cuatro estaciones, grabaciones ambas de la segunda mitad de los 70. Son interpretaciones imperfectas (hoy se diría que casi inaceptables), pero volcánicas, ardientes, exuberantes y llenas de vida.

Esta pasión lo guiaba todo. Fue el primer director de orquesta que se tomó en serio a Monteverdi. Su trilogía operística grabada entre 1969 y 1974 y retomada al año siguiente, ya en escena, cuando presentó Orfeo en la Ópera de Zúrich junto a Jean-Pierre Ponnelle, puede ponerse como hito en el redescubrimiento de uno de los mayores genios artísticos de la humanidad. El contacto con las casas de ópera y con las grandes orquestas lo hizo avanzar temporalmente en el repertorio. Sus grabaciones de Mozart y Haydn con la Orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam hicieron torcer el gesto a muchos, pero hoy no hay orquesta sinfónica en el mundo que siga tocando esa música como se hacía antes de que él irrumpiera en el mundo del sinfonismo convencional. Cuando en 1990 se decidió a grabar una integral sinfónica de Beethoven lo hizo con la Orquesta de Cámara de Europa, mezclando instrumentos de época y modernos, en una línea que luego otros muchos también imitaron.

Y vinieron Schubert, Schumann y Brahms, Dvorák y Bruckner, Verdi y hasta Gershwin… Todo ello al frente de algunas de las grandes centurias europeas, de esas que durante tanto tiempo lo habían vetado, hasta que en 2001 y 2003 dirigió el Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena y su nombre se hizo popular incluso para los aficionados televisivos coyunturales, que pudieron contemplar sobre el podio a un hombre con ojos que parecían a punto de salirse de sus órbitas, gestos de una intensidad tal que llegaban a desfigurar sus facciones, modelando con sus manos retorcidas una música que podía ser cualquier cosa menos adocenada y aburrida.

En realidad, la revolución nunca terminó para Harnoncourt. Además de moldear el sonido de algunas grandes orquestas europeas, siguió trabajando con su Concentus musicus Wien, con el que hace nada, a principios de febrero de 2016, publicó un incendiario testamento beethoveniano (Sinfonías 4ª y ). Al escucharlo, muchos han ladrado. Los harnoncourtianos no cabemos en nosotros de gozo. Y reímos. Gracias por tanto.

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