MARÍA JIMÉNEZ

La revolución de resistir

  • Por necesidad, por espíritu de supervivencia o por pasión a la vida, la artista resurgió tantas veces como le tocó sobreponerse a las desgracias. Luchando desde lo musical y desde lo personal por mantenerse fiel a sí misma, pese a todo 

La cantante María Jiménez durante la presentación de su disco  ‘La vida a mi manera’.

La cantante María Jiménez durante la presentación de su disco ‘La vida a mi manera’. / Europa Press

Su despecho fue el primero y mucho más seco, contundente y cercano que los recientes baby, no me llame de Rosalía o una loba como yo no está pa’ tipo como tú de Shakira que, a su lado, suenan ya tan descafeinados. Entre otras cosas porque su Se acabó, la icónica canción que pone fin a las mejores noches de borracheras y que sobrevive hoy como himno feminista, era un grito real de dolor, de desesperación y de coraje. De esa mujer que se resigna a permanecer desahuciada en el olvido y sueña con otros mundos, pase lo que pase y pese a quien pese. Hasta el final.

Si nadie podrá cantar jamás como María Jiménez es sencillamente porque para eso primero hay que saber aferrarse a la vida así, apasionadamente, a por todas. Entendiendo que, como escribió Rosa Montero, la alegría es un hábito y también un súper poder que, al menos, permite coger aliento cuando se está en las cloacas. 

De algún modo, el descaro, el sentido del humor y la picardía que le hemos conocido siempre en la pantalla le servían de asidero y de tapadera porque María tuvo que aprender a defenderse demasiado pronto y a sobrevivir demasiadas veces. Por eso, huía del relato dramático y se escapaba rápidamente, a base de chascarrillos y mamarrachadas, de cualquier pregunta que le abriera las heridas. “Ya verás para coger el sueño esta noche”, contaba que dijo después de despertarse del coma que la mantuvo ingresada tres meses en la UCI en 2019 por una obstrucción intestinal. Del fallecimiento de su hija Rocío a los 17 años en un trágico accidente de tráfico no habló nunca.

Sus canciones, o mejor, cualquier letra cuando ella la cantaba, se convertían en puñales de dolor, escupitajos de desprecio, arañazos de rabia, copazos de güisqui en soledad, camas de sábanas abiertas que claman lujuria, carcajadas atronadoras y reclamos de libertad. Y cada nota afilada y firme (¡qué afinación!), cada quejío y cada silencio nos sacuden porque nacen de la verdad. Una verdad que se le desparramaba inevitablemente por los ojos, por la garganta y por el sexo. En exceso, a borbotones y sin filtros. No quedaba otra que creérsela porque su mensaje era aplastante y le encajaba lo mismo la fantasía más escandalosa que la emoción más íntima. Además, su presencia era tan imponente que obligaba a clavarle la mirada y poner el oído en cada una de las palabras que ella masticaba con el tiempo preciso.  

Sin embargo, debajo de la máscara tragicómica de su personaje y de las plumas de pavo real con las que reapareció a los 52 años aprovechando el éxito de El carro de la compra (2001) junto a La cabra mecánica y versionando temas míticos de Joaquín Sabina en Donde más duele, -uno de los trabajos que más feliz le hizo y con el que superó los 600.000 ejemplares vendidos-, se intuye su profunda fragilidad y su miedo. Igual que detrás de sus declaraciones más frescas o de sus apariciones más polémicas o divertidas (allá quedaron esas imágenes suyas contra la piratería) se percibe la lucha de quien conoce bien el lado oscuro.

La historia de María Jiménez, esa niña nacida en una familia humilde en el barrio de Triana y que con apenas 15 años se buscaba las papas en los principales tablaos de Barcelona, Sevilla y Madrid como ‘La Pipa’, se escribe desde la necesidad, el inconformismo y la pelea continua. Primero por sobrevivir, después por tratar de seguir siendo la mujer que quería ser en una época en la que nos educaban en la resignación y, por último, por defender con su testimonio una causa para la que entonces apenas había ley ni nombre: denunciando los malos tratos con su ex marido Pepe Sancho cuando la violencia de género era “cosas de la pareja”. Un empeño que la llevó a crear una Fundación con su nombre, dedicada también a favorecer la integración social del colectivo LGTBI y de la que será ahora director su hijo Alejandro.

“Ni me acompaña mi madre, ni me domina mi novio”, declaraba descarada e inocente en 1971, cuatro años antes de su debut discográfico, en una entrevista de Juan Pla titulada Ha nacido una flamenca. Por supuesto, mucho antes de darse cuenta de eso que dejaría cantado a modo de autobiografía en De María… a María… con sus dolores (2003), donde fumando, vestida de virgen y con lágrimas de sangre se despachó a gusto y reconocía que el amor y la gente son su lucha.

Pionera e innovadora en lo musical, donde rompió moldes estéticos, sonoros y temáticos, y en lo personal, importándole un carajo los dardos envenenados, cuenta que de pequeña le ofrecía a sus vecinas limpierles el suelo si le escuchan una copla. Y que cuando se marchó a Barcelona, donde se subió por primera vez a un escenario en el tablao flamenco Villa Rosa, entró directa a preguntar por su propietario, a quien conquistó improvisando una actuación que la hizo fija en sus carteles, cobrando 200 pesetas diarias, todo un lujo en 1965.

Hasta este jueves María Jiménez burló a la muerte tantas veces como resurgió de sus cenizas. Cantó, bailó, participó en películas (como Perdóname, amor (1982) de Luis García Valdivieso), series (como Todos los hombres sois iguales) y programas de televisión (Bienaventurados, Se llama copla…) y concedió entrevistas, a veces sin fuerzas ni ganas. Con paréntesis profesionales en muchos casos impuestos por las circunstancias putas que le tocaron vivir, entre ellas un cáncer de mama y un cáncer de colón. Y con regresos apoteósicos y felices, como el dueto ¡Qué felicidad la mía! firmado con Miguel Poveda, que permitían reencontrarnos con María y sorprendernos de nuevo.   

En cualquier caso, María Jiménez, como artista de raza, mantuvo inalterable su actitud de vencedora, de roca dura imbatible, de volcán en ebullición. Con una dignidad con la que alejaba cualquier atisbo de condescencia. Claro que en todas sus etapas derrochó talento, genialidad, magnetismo y esa voz, como una apisonadora, que tan bien usaba para cantar y para contar. Como aún podemos verle en un vídeo que se mueve por Internet grabado durante una de sus últimas intervenciones en una fiesta privada donde, desde la mesa, entona el Cheque en blanco y sentimos que da igual quienes interpretaran antes esta desgarradora versión de José Alfredo Jiménez porque este desgarro parece pertenecer sólo a ella. 

Su revolución fue resistir siendo fiel a sí misma. Quizás, porque, como decíamos, le podía la pasión de vivir o porque, como cantó, lo único que quiso siempre es vivir la vida a mi manera (igual que si fumo y si bebo la noche entera).

Ese año se le concede la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes, pero se fue sin la Medalla de Andalucía. Como si hubiera habido otra artista que hubiera representado mejor que ella y con más vehemencia el modo de ser andaluz “Te quié í ya, ¡que me dejen!”, parece que le oímos decir allá donde esté celebrando su última juerga.   

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