La Raíz, Reincidentes y O’funk’illo convierten Icónica en trinchera musical. Sevilla tiembla de emoción y rabia

ICÓNICA SANTALUCÍA SEVILLA FEST

Tres formas distintas y necesarias de entender la música como acto político tomaron anoche la Plaza de España con furia, ritmo y ternura, mientras el público, más cómplice que espectador, desplazaba el Icónica Fest del photocall a la barricada. En tiempos de muros y miedos, alguien tenía que recordarnos que la música sigue siendo el último territorio libre

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La Raiz en el concierto de la Plaza de España
La Raiz en el concierto de la Plaza de España / Mauri Buhigas

Sevilla no se rinde. Podrán subirle el pan, podrán levantar hoteles donde antes vivía la memoria y llenar de cámaras los rincones donde antes se abrazaban los vecinos, pero esta ciudad todavía sabe temblar junta. Y lo hizo anoche, cuando volvió La Raíz apenas un cuarto de hora después de que volviese también el verano, a la Plaza de España, para ponerle pólvora y poesía a una jornada del Icónica Santalucía Sevilla Fest, que esta vez estuvo más cerca de ser barricada que photocall.

Desde el primer verso se notó que lo suyo no es una gira de reunión cualquiera. ¿Qué haríamos sin la música cuando nos falla hasta la política? Cuando ya ni los nuestros se parecen a lo que soñamos. Cuando el ruido es tanto que uno no distingue si grita de rabia o porque no quiere estar solo. Quizás por eso La Raíz volvió. No hay trampa en su regreso, ni cálculo, ni intento de colgarse de la nostalgia fácil. Lo que trae La Raíz en esta segunda vida no es una réplica del pasado, sino una continuación inevitable. Seis años y medio después de su despedida, la banda de Gandía regresó con canciones nuevas, con las heridas al aire y la convicción intacta. A veces, como esta noche, aparece un rato, pero no está Pablo Sánchez, alma lírica del grupo, que decidió quedarse al margen de esta nueva etapa, y aunque su sombra es alargada y sigue latiendo entre los versos, en los coros del público, en esa forma tan suya de nombrar la belleza entre las ruinas, la banda ha sabido conjugar memoria y renovación con solvencia. Panxo, Julio y Sen-K, voces raperas de los dos primeros y melódica del tercero, junto al resto del colectivo han asumido el liderazgo con naturalidad, sin sobreactuar, dejando que el mensaje se abra paso entre riffs y vientos, entre scratches y versos, como quien no necesita levantar la voz porque sabe que lo escuchan.

Siempre han escrito con tinta de calle, con sintaxis de manifestación y una sensibilidad capaz de romperle el pecho hasta al más descreído. Desde el inicio con A la sombra de la sierra hasta que todos fuimos la voz que grita entre los huesos, 10.000 gargantas sonando con Entre poetas y presos para terminar el concierto, se notó que vienen rodados, que han recorrido ya medio país con estas canciones, que han aprendido a convivir con la ausencia y han vuelto a encontrarse en el lugar más honesto que conocen, que es el escenario. No vinieron a ocupar un lugar, vinieron a seguir caminando por la misma senda que dejaron en 2018, pero con otras botas, otras heridas, otra hambre.

Si el arranque fue un zarpazo, sin tanteos ni preámbulos, Muérdeles abrió fuego con los metales afilados de Carles Gertrudis a la trompeta y Xavi Banyuls al trombón, a la vez que la batería de Pipe Torres sacudía el suelo como un tren que no piensa frenar. Le siguió Jilgueros, con los vientos cruzándose como ráfagas en una calle estrecha con Panxo, que escupía las frases entre palmas y una electricidad que todavía no encontraba del todo su forma. Fue con Elegiré cuando la banda apretó el puño; ahí sí, con los coros afilados de Xiluva Tomás y Virginia Alves, recien entradas al escenario, las guitarras de Juan Zanza y Edu Soldevila en su sitio y el motor rítmico del bajo de Adri Faus junto al bombo marcando territorio. Con Borracha y callejera llegó el estallido, la verbena de los que nunca se rinden, con las bases y efectos de Jano encendidos como las torres de la plaza y el público convertido en un solo cuerpo danzando sobre las brasas.

Diez mil espectadores en el concierto de La Raiz
Diez mil espectadores en el concierto de La Raiz / Mauri Buhigas

Con los puños en alto y los ojos húmedos, cantaron al amor que se rebela, a la tristeza que camina, al barrio que no olvida. Y Sevilla, que para otras cosas será perezosa, pero para la emoción es rápida y generosa; Sevilla, que ha aprendido a bailar sobre sus propias ruinas, los abrazó sin condiciones. En tiempos donde la derecha se sube a hombros del miedo y la izquierda se diluye entre traiciones internas, La Raíz canta como quien sabe que la única patria posible es la ternura organizada. Hubo pogos, sí, y sudor y cerveza en alto. Pero también hubo silencios compartidos, versos murmurados como plegarias de barrio. El repertorio equilibró clásicos y piezas más nuevas sin perder ritmo ni intensidad: de Tiempo, la última que han lanzado, apenas apuntaron su intro, pero brillaron El tren huracán, que fue un revulsivo emocional cuando apareció Pablo para cantarla, acompañado por la guitarra acústica de Tato James y luego por toda la banda; una chispa que prendió en el aire denso de la noche cuando todo parecía en calma y, de pronto, algo invisible lo sacudió todo por dentro; Solo quiero de ti, con la emoción a flor de piel porque Pablo volvió a salir por segunda y última vez; El circo de la pena, entre redoble y redoble, levantando un espejo sucio ante nosotros… bienvenidos al circo, pasen y vean sus propias miserias mientras bailan ska; El lado de los rebeldes, con una consigna incendiaria disfrazada de estribillo; Nuestra nación, en la que el pasaporte sería una entrada de festival y el himno esta canción; Llueve en Semana Santa y su melancolía deluxe que hizo que algo se nos encogiese por dentro a todos, Radio clandestina, con su ritmo conspirador que le pone banda sonora a la desobediencia; cada canción se convirtió en una consigna festiva, en una proclama de carne y hueso. En un país donde los discursos se vacían a velocidad de tertulia, La Raíz sigue llenando los suyos de sentido. Y de bajos potentes.

El momento de mayor comunión llegó con Nos volveremos a ver, convertida ya en himno de reencuentros. La cantaron todos, hasta los técnicos, hasta los seguratas, hasta los que no sabían que se la sabían; los cuerpos saben más que las mentes. Fue un instante de esos que uno se guarda en la memoria como una fotografía que nadie hizo. Un instante donde la tristeza del tiempo perdido se disolvía entre abrazos y cervezas calentorras porque se nos había olvidado hasta bebérnosla. El público, heterogéneo pero cómplice, entendía cada matiz. Porque La Raíz no vino a entretener, vino a decir lo que muchos callan, vino a recordarnos que la cultura también es un lugar desde el que pelear.

En la recta final dejaron de tocar para empezar a invocar. La hoguera de los continentes fue un conjuro coral, una tregua armada entre gargantas encendidas, en la que sobresalieron las de Xiluva y Virginia con la fuerza exacta de lo que se canta de pie y a pulmón. Con Rueda la corona el aire se volvió espeso; cuerpos al salto y la rara certeza de estar bailando sobre los escombros de algo que se cae y no volverá. Y cuando tronó Entre poetas y presos, ya no quedaban versos, solo gritos clavados en la nuez, banderas hechas jirones de voz, y una libertad tan feroz que durante un par de minutos pareció incluso real.

Reincidentes
Reincidentes / Mauri Buhigas

Y si este concierto fue apoteósico, la antesala y el epílogo no se quedaron atrás. Antes de que La Raíz desplegara su artillería emocional, la Plaza de España ya hervía gracias a un nombre con profundo arraigo sentimental en la ciudad: Reincidentes; que subieron al escenario con la misma rabia lúcida que llevan décadas cultivando. Sonaron afilados, sin alardes, sin postureo, denunciando sin ambages el olvido de Palestina o las hipocresías de esta Europa blindada; Yaveh, la herejía eléctrica que reclamó el derecho a la insumisión espiritual; Una noche, Grana y oro, Terrorismo, pura dinamita ideológica; Aprendiendo a luchar, La republicana, con la enorme bandera de la franja morada desplegada en el escenario; Vicio, que alzó el desorden como insignia y forjó arte en la derrota; el quejío que se hace rock de Ay Dolores; En la plaza de mi pueblo, atravesando generaciones; Jartos de aguantar; sus viejos himnos —incluso el de Andalucía con alguna estrofa recuperada y ampliamente coreada— aún hoy siguen funcionando como cócteles molotov, porque no son himnos de bandera, sino de convicción; no de patria, sino de dignidad. En medio de una época donde tantos agachan la cabeza, ellos siguen alzándola con la dignidad de los que nunca se fueron.

Anoche les acompañó en Los hijos de la calle el autor de la canción, Albertucho, que le puso la voz ronca del barrio; la metralla del compromiso la pusieron el Barea, el Pizarro, Fernando y Javi Chispes; los Reincidentes juntos sonaron a verdad sin maquillaje. Y los que formábamos el público pusimos la certeza de que esa canción también habla de nosotros. Antes de que Javi viniese a sustituir a Finito de Córdoba, formaba parte de la banda Maniática y hacía con ellos una versión en castellano del Redemption Song de Bob Marley, que aquí también sonó, con menos reggae y más cicatriz. En un momento determinado del concierto arrancó un rápido fraseo de guitarra con otro himno que reconocimos instantáneamente, Bella Ciao, que se disparó en un estribillo que nos empujó a levantarnos; el rock combativo de Rebelión estaba golpeando el aire. No fue esta la única canción que interpretaron del último disco, Peligro, que salió el 28 de febrero, también llegó el Anticristo para retratar con humor feroz la forma en que el discurso del miedo al extranjero se ha vuelto un sainete de odios.

O'funk'illo
O'funk'illo / Mauri Buhigas

Y antes de volvernos todos a casa, la catarsis funk. O’funk’illo, sevillanos como Reincidentes, dos maneras distintas —y complementarias— de tocarle las narices al sistema. Los componentes de O’funk’illo demostraron que se puede hacer crítica social bailando, riendo, sudando ritmo y compás. Andreas Lutz y Pepe Bao, junto a todos los que les acompañaron anoche han renovado su sonido sin perder un gramo de descaro. Mezclaron electrónica, —algo parecido al—soul y rap cuando adquirieron protagonismo las voces de Noemi Moncrief y Aryma, groove y gamberrismo con una naturalidad que parecía ciencia infusa. Celebran sus veinticinco años como si fueran quince, con canciones nuevas, como El Tato Bootsy, que no tienen miedo al futuro y tuvo el primer gran chaparrón del sintetizador de Moisés Borrego, y clásicos de todas clases amontonados entre Riñones al jerez y Esso cuenno, que fueron el alfa y la omega del concierto, aunque el final aún se extendió un poco más con unas ráfagas del Ace of Spades de Motorhead. Ahí estuvieron Rulando, un desmadre en el que el bajo de Pepe nos meneó hasta el alma; En el campito, con la que todos fuimos un poco más hippies, más libres y más frescos y Chacho Martín dejó su batería en manos de Carlos Boniquito, un prometedor músico de tan solo 19 años; el groove macarra de Nos vamos p’al kely contó con otro músico todavía más joven, Angelo Lutz, el hijo de Andreas, rapero de 15 años; Mary Jane, sensual, desenfadada, que anoche me sonó incluso elegante, quizás por el trasiego de alcohol a las tantas que ya eran, o porque Moisés volvió a sacar una obra de arte de su sintetizador; Fiesta siesta, cuando ya no sabíamos si estábamos más sudorosos o más felices —¿fue aquí donde Oscar Álvarez dejó el piano y se puso a cantar?—. Todas ellas canciones que siguen sonando como una patada a la rutina y un brindis al exceso. En manos de esta banda el funky se vuelve acto político, carnaval contestatario, fiesta. Para entonces ya se les había unido África en un segundo bajo, una chica jovencísima a la que las rastas le hacían parecer un milagro de la estética. ¿Y la guitarra? Todos pensábamos que sustituir a Javi Marssiano iba a ser imposible, pero el asturiano Rafa Kas nos hizo olvidar nuestras prevenciones; no ha sido casualidad que haya formado parte de bandas como Ilegales y Extremoduro, o La Unión y Alphaville, o Desperados y algunas decenas más.

Y así, entre la furia lúcida de Reincidentes, el desparpajo bailón de O’funk’illo y el vendaval emocional de La Raíz, Sevilla vivió una noche que no parecía organizada desde un despacho, sino imaginada por quienes llenan de vida sus calles. Una noche de esas que no se miden en cifras ni en stories, sino en la punzada que deja el eco cuando todo acaba. Una noche de música que, por un rato, nos recordó lo que se siente cuando un pueblo entero decide, aunque solo sea por unas horas, volver a respirar al mismo tiempo.

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