Flamenco

'Carnación' o la vulnerabilidad de Rocío Molina

  • La malagueña estrena en la Bienal de Venecia, donde ha sido reconocida con el León de Plata, una obra en la que reflexiona sobre el deseo y se acompaña entre otros de Niño de Elche

Un momento del estreno de 'Carnación' en Venecia.

Un momento del estreno de 'Carnación' en Venecia. / Simone Fratini

En la conferencia Tierra y conmoción o el arte de la grieta, Georges Didi-Huberman decía que el cante jondo es "demasiado telúrico y bajo para erigirse en idea, demasiado huidizo –ardiente– para fijarse en objeto". Estas tensiones, telúrico y ardiente, bajo y huidizo, parecen aún más certeras cuando hablamos de baile. Cuando, mientras los pies golpean la tierra como queriendo abrir grietas, los brazos se alzan en aéreas florituras. Continúa Huberman hablando de lo jondo para enseñarnos, y en esto flamenco y filosofía encuentran dos vías bien distintas para recorrer un mismo paisaje, que el territorio natural del flamenco es la paradoja, y que la paradoja es, siguiendo a Deleuze, la Pasión del pensamiento.

Carnación es el nombre de la pieza que Rocío Molina, acompañada de Niño de Elche, Olalla Alemán, Pepe Benítez, Maureen Choi y la agrupación formada por el coro Cantori Veneziani y proyectoeLe, con la colaboración de Juan Kruz Díaz, Julia Valencia y Carlos Marquerie, estrenó en la Bienal de Venecia tras recibir el León de Plata de la Danza. En términos pictóricos, carnación hace referencia al proceso de colorear la carne, al paso de lo invisible a lo visible que es fundamento de toda creación artística. Tuve la suerte de presenciar no solo el espectáculo, sino de asistir a su proceso de creación, a ese paso de lo invisible a lo visible que tuvo lugar en el Centro de Creación Rural la Aceitera. Desde que el proyecto se planteó como Impulso, tipo de pieza ensayística característica de la obra de Molina, podía percibirse el reto al que los artistas se enfrentarían para desarrollar una visión singular de la idea de deseo. Y es que no hay material más telúrico y aéreo que el flujo psíquico del deseo, concepto del que nos hablan a través de una performance llena de matices, contradicciones y complejidades que reafirman el trabajo de Molina como uno de los hechos artísticos más importantes de nuestro tiempo. Me propongo entonces, más que realizar un análisis detallado de la obra que se presentará próximamente (el 30 de septiembre) en la Bienal de Flamenco de Sevilla, adentrarme en ese campo de paradojas, campo de lo flamenco como hecho contemporáneo, para comprender –y defender– dicha importancia.

Rocío Molina, con Maureen Choi y Niño de Elche, en 'Carnación'. Rocío Molina, con Maureen Choi y Niño de Elche, en 'Carnación'.

Rocío Molina, con Maureen Choi y Niño de Elche, en 'Carnación'. / Simone Fratini

Carnación es una obra fragmentaria, con una estructura que, más que ser lineal, traza direcciones de lo realizable recordándonos la propia experiencia del que desea. Desde el inicio, se propone un compromiso fundamental con el ritmo de la propuesta, que comienza situándonos en la detención para involucrarnos en los devenires y ritmos del deseo. Transitando del sosiego a la aceleración, de lo desenfrenado al tiempo meticuloso de la escucha, comenzamos a percibir que la pieza esconde una reflexión sobre la experiencia misma de lo temporal. Entregados a ella, llegamos a experimentar la vivencia radical de la suspensión del tiempo que, dejando atrás la experiencia del mundo de consumo y aceleración en el que nos encontramos, se revela como algo inconmensurable. Así se logra esa experiencia de las duraciones elásticas que obsesionó a autores como Bergson, Wolf, Cortázar o Thomas Mann, algo para lo que resulta necesario comprender el funcionamiento del cauce sonoro de la performance.

Si pugna el cuerpo en busca de placer y cuidado, con sus intervalos de violencia y de armonía, también pugna el sonido. No solo lo hace a través de una selección musical que enfrenta la música sacra con la electrónica más festiva, dando cabida, y esto no suele señalarse, al humor en la pieza. También aúna al diablo de Paganini, que encarna la exigencia irrealizable del artista/deseante, con el festejo de la cumbia y el celebrar villero de los sures que se reapropian de las categorías de lo salvaje o lo primitivo, articulando así particulares lenguajes de resistencia. Digo que no solo sucede en la selección de músicas porque también sucede a través del hacer de los intérpretes y de un Niño de Elche que, atreviéndose a colocar la voz al nivel de las exigencias de un cuerpo como el de Molina, enseña de nuevo la posibilidad de entender ese instrumento como pura potencia y posibilidad.

Algo similar sucede con las imágenes desplegadas, y es que es una obra tan contradictoriamente llena de iconos y estampas, efectos y auras, como radicalmente iconoclasta. Porque el deseo traza un camino, al igual que las imágenes, sonidos, gestos y vestuarios (donde vuelve a ocupar un rol fundamental la artista Julia Valencia), de lo sagrado a lo profano, camino en el que cumple un papel interesante lo electrónico y que, sin duda, merecería la pena analizar con más detenimiento. Las imágenes nos muestran así un principio de paradoja: tras el deseo salvaje de fuerza y violencia, de amor y ternura, de lucha entre lo trascendente y lo inmanente, de lo que se desborda y el gesto mínimo, tras todo ello, solo queda la respiración de una criatura agotada. Nos muestran que al tensar la violencia se descubre la importancia del cuidado, que solo a través de la fuerza conocemos la fragilidad, del odio el amor, de la muerte la vida.

Rocío Molina, con el León de Plata. Rocío Molina, con el León de Plata.

Rocío Molina, con el León de Plata. / Andrea Avezzu / Efe

Vulnerabilidad. Me atrevería a decir que aquí está el lugar esencial que nos enseña la obra de Molina. Fragilidad, como ella misma resaltaba en el discurso de recepción del premio. Vulnerabilidad y fragilidad del cuerpo que desaparece. En cierto sentido, todo arte nos habla de una vulnerabilidad. Las imágenes nos fascinan porque perviven frente al cuerpo vulnerable. Como generación o tiempo histórico, hemos conocido la vulnerabilidad del cuerpo y la certeza de que el cuidado es una herramienta esencial para poder imaginar lo futuro. Hemos conocido el miedo de la soledad, la enfermedad de un tiempo planetario que vislumbra su propia desaparición. Y, sin embargo, la creación tiene algo de fármaco, de curación de una razón herida. Hay un viaje en el que afloran atisbos de belleza, una forma de existencia que solo puede darse en el desierto, en la condición de la tierra agotada. Es la belleza algo aparentemente milagroso, y sin embargo no hay nada más inmanente, más profano, más apegado al cuerpo y a la tierra. Mientras Molina zapatea o se arrastra, el papel arcillado que cubre la tarima se desgarra, forma grietas, levanta polvo. La voz también se agrieta mientras la música adquiere una particular forma en el ruido. El escenario entero parece a punto de derrumbarse y queda poco más que una imagen fugaz de un cuerpo frágil.

Entonces, sobre el flamenco, sobre el hecho artístico y sus eternas disquisiciones, queda poco que decir. Quien haya visto a Molina bailar con Rafael Riqueni en su Trilogía de la Guitarra ha visto, como vemos al final de su performance, derrumbarse todos y cada uno de los edificios que erigieron los grandes maestros y, entre sus ruinas, la mayor imagen de ternura que posiblemente haya dado el flamenco. Queda entonces ir al archivo de la memoria flamenca, pensar que en él germinan las preguntas sobre lo atemporal, lo profundo, lo jondo. Queda ponerse a uno mismo frente a esas preguntas. Y, para hacerlo, no puedo dejar de recordar la vieja letra, esa que, en tres versos sencillos, nos hace comprender la condición del deseo:

Yo tengo un pozo en mi casa

y agua no puedo beber

porque la soga no alcanza.

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